Recomendaciones de política económica para un país viable
En octubre próximo, Bolivia vivirá por primera vez una segunda vuelta electoral, un hecho que ha despertado un intenso debate en el ámbito político. Este contexto invita a analizar la situación económica actual y proponer recomendaciones que no solo atiendan los síntomas que afectan a la economía boliviana, sino que también aborden las causas estructurales que los originan.
Para comprender el desafío que implica la política cambiaria de tipo de cambio fijo, vigente en el país desde 2011, es útil repasar brevemente el modelo Mundell-Fleming. Este modelo, desarrollado en los años sesenta por Robert Mundell y Marcus Fleming de manera casi simultánea, buscaba explicar las relaciones entre política fiscal, política monetaria, tipo de cambio y movilidad de capitales en el contexto del sistema de Bretton Woods, en el cual las monedas mantenían un valor fijo respecto al dólar estadounidense, el cual a su vez estaba ligado al oro.
El modelo concluye que un país no puede mantener simultáneamente: 1) Tipo de cambio fijo, 2) Libre movilidad de capitales y 3) Política monetaria independiente, siendo posible elegir dos de estas tres opciones, fenómeno conocido como el “trilema” de la política económica internacional.
En el caso boliviano, la decisión de mantener un tipo de cambio fijo obliga al Banco Central a intervenir en el mercado cambiario para sostener el valor de la moneda. Bajo este esquema, la política fiscal se vuelve especialmente efectiva: un aumento del gasto público incrementa la producción y el ingreso, eleva la demanda de dinero y presiona al alza las tasas de interés. Tasas más altas atraen capitales externos, lo que incrementa la entrada de divisas y genera presión para apreciar la moneda local; para evitar esa apreciación, el Banco Central compra divisas, aumentando la oferta monetaria y amplificando el efecto expansivo inicial, siendo este escenario el que predominó durante varios años, cuando el Estado recibía elevados ingresos y ejecutaba un gasto público expansivo.
Sin embargo, en los últimos años, las limitaciones fiscales han reducido la capacidad de aumentar el gasto público, llevando a una mayor dependencia de la política monetaria, siendo que inicialmente, el incremento de la oferta de dinero redujo las tasas de interés y estimuló la producción, no obstante, en el corto plazo, las menores tasas incentivaron la salida de capitales, así como las restricciones a las exportaciones y la incertidumbre sobre la disponibilidad de divisas que presionaron a la depreciación de la moneda. Ante esta situación, el Banco Central vendió reservas internacionales para sostener el tipo de cambio, reduciendo la base monetaria y neutralizando el efecto expansivo de la política monetaria; como resultado, la política monetaria perdió eficacia en un régimen de tipo de cambio fijo, generando además la aparición de un mercado paralelo del dólar, caracterizado por volatilidad y especulación.
Asimismo, es importante reconocer que los dólares son un bien sujeto a las leyes de oferta y demanda y en una economía pequeña y poco diversificada como la boliviana, esta divisa se vuelve escasa y esencial para el comercio internacional. Mantener indefinidamente un tipo de cambio fijo se ha vuelto insostenible por varias razones, entre las cuales se destacan: 1) A diferencia de otros países, existe una alta demanda de divisas por parte del sector público, debido a las políticas de subvención y gastos de operación e inversión, 2) Preferencia del público por ahorrar en dólares, impulsada por la inflación, la incertidumbre financiera y la pérdida de poder adquisitivo de la moneda local, siendo que en otros países existen otros instrumentos para el ahorro y 3) Déficits gemelos, fiscal y en la balanza de pagos, que generan desequilibrios importantes entre la entrada y salida de divisas.
En este contexto, intentar estabilizar la economía y controlar la inflación a través de un tipo de cambio fijo no solo es costoso —por la necesidad de sostener altas reservas internacionales—, sino también contradictorio desde el punto de vista teórico, pues limita la autonomía de la política monetaria. Por ello, es recomendable migrar hacia un régimen de tipo de cambio flexible, en el cual el valor de la moneda sea determinado por la oferta y demanda de divisas, con mínima o ninguna intervención del Banco Central. Este esquema permitiría absorber mejor los choques externos y reflejar de manera más transparente las condiciones del mercado, algo especialmente relevante considerando el bajo nivel actual de reservas internacionales.
En 1968, el economista Milton Friedman, en su célebre discurso El papel de la política monetaria, introdujo el concepto de “tasa natural de desempleo”. Según este planteamiento, existe un nivel mínimo de desempleo que no puede eliminarse mediante políticas monetarias o fiscales expansivas, ya que responde a factores estructurales del mercado laboral: movilidad de los trabajadores que cambian de empleo, ajustes tecnológicos y sectoriales que generan desempleo transitorio, desajustes entre habilidades y demandas empresariales, además de rigideces salariales e institucionales.
Friedman advirtió que, si un gobierno intenta reducir el desempleo por debajo de esa tasa natural mediante estímulos como gasto público o expansión monetaria, en el corto plazo puede lograrse un aumento del empleo; pero en el largo plazo el desempleo retorna a su nivel natural mientras la inflación se acelera.
Estas ideas se confirmaron empíricamente en la década de 1970, cuando Estados Unidos y el Reino Unido atravesaron el fenómeno de la estanflación —alto desempleo junto a elevadas tasas de inflación—. En la coyuntura boliviana actual, marcada por déficits fiscales y un crecimiento débil, la experiencia histórica constituye una advertencia: insistir en este error teórico puede acarrear consecuencias severas para la economía nacional.
La crítica neoclásica refuerza este punto al cuestionar la creación de empleo desde el sector público. Según este enfoque, estos puestos laborales suelen estar desvinculados de criterios de productividad y responden más a decisiones políticas que económicas, lo que implica que el sostenimiento de un aparato estatal sobredimensionado mediante déficit fiscal genera endeudamiento, inflación y distorsiones en precios y salarios, lo que termina desincentivando la inversión privada y deteriorando el empleo genuino. Además, al absorber mano de obra de manera artificial, el Estado interfiere en las señales del mercado, impidiendo que los trabajadores se orienten hacia los sectores más productivos e innovadores.
En este contexto, antes de plantear nuevas políticas de empleo público, la próxima administración deberá tener en cuenta la situación frágil de las finanzas estatales, que arrastran déficits consecutivos, endeudamiento creciente, caída de ingresos como la renta petrolera y proyectos de inversión que no han alcanzado niveles de operación capaces de justificar el gasto realizado.
Frente a este escenario, ¿qué puede hacer el nuevo gobierno para fomentar empleo sostenible? Dos factores estructurales resultan clave: la brecha entre las habilidades de los trabajadores y los requerimientos de las empresas, y las rigideces salariales e institucionales.
Para abordar el primer problema, se requieren políticas que reduzcan la “brecha de habilidades”, mediante la promoción y creación de programas de formación técnica y profesional ajustados a sectores dinámicos, junto a un mejor sistema de intermediación laboral a través de bolsas de empleo y agencias que faciliten el encuentro entre oferta y demanda. Asimismo, resulta fundamental abrir mercados externos que impulsen la iniciativa privada, recordando la advertencia de Frédéric Bastiat: “Donde entra el comercio, no entran las balas”, con el propósito de evitar polémicas innecesarias con países vecinos.
En cuanto a las rigideces salariales, es necesario permitir que los salarios se ajusten a la productividad y a las condiciones de mercado, evitando que convenios rígidos o salarios mínimos muy elevados generen desempleo estructural, especialmente entre jóvenes y trabajadores poco calificados, siendo preferible promover esquemas de remuneración ligados al rendimiento individual o al desempeño empresarial.
Respecto a las rigideces institucionales, se precisan reformas laborales que reduzcan el costo de contratación y alienten a las empresas a generar nuevos empleos, junto con incentivos fiscales para estimular la contratación formal. A ello debe sumarse la inversión pública en infraestructura productiva —como vías de integración y servicios básicos— que favorezca la instalación de plantas industriales, además de una normativa ambiental clara y transparente que brinde seguridad jurídica a los inversionistas.
Aunque estas medidas puedan resultar impopulares, Bolivia necesita una política laboral que no busque expandir el Estado, sino reconducir a la construcción de condiciones que permitan al sector privado generar empleo productivo, sostenible y se encuentre alineado con las transformaciones estructurales de la economía, para que la misma siga el camino que adoptaron países asiáticos hace décadas y actualmente algunos países de la región optaron por su implementación.