Colibríes, lagartijas y vizcachas
Vas a la montaña a ofrendar a la Diosa Madre, siempre es así, y también acudes a buscar señales, señales de ardor y ansia, señales atávicas que iluminen lo porvenir, señales totémicas que te guíen, te subleven o te inspiren, que es lo mismo.
La danza de este colibrí, el colibrí de este texto, fue incomparable. Dueño y señor de la quebrada, antes que las angosturas la dominen, el diosecito alado, febril mensajero del más allá donde moran los muertos, nuestros muertos, aleteaba sus voces, sus memorias, sus rostros. Debías ver ese frenesí imparable en medio de la quietud de las piedras y algún álamo que les daba sombra. Debías saberlo majestuoso, tan pequeño y tan vivo, entre montañas indomables, fisuras insondables, lo abrupto y lo áspero. Debías sentirlo invencible cuando todo parece deslizarse hacia desangelados abismos, y él que vuela, vuela, y él que danza, danza, al compás del perpetuo cosmos que lo alienta.
Las lagartijas son seres indómitos, provenientes de una dimensión desconocida: lo que repta, lo que se arrastra, siempre condenado por los necios de corazón, por los estrechos de fe, por los oscuros. Hay en su vitalidad incesante, el fervor verdadero: ese que las vuelve invisibles ante los peligros, ese que las hace cortejar cada asedio y salir airosas, esa que las convierte en fetiches de un mundo que no las comprende. Allá ellos, diría el viejo Ezra. Diminuto jararanku de los Andes, sagrados los Andes, la lagartija de este escrito domina la puna de las apachetas, la comarca de Tiñipata, a donde buscar a esos líquenes que pintan de colores las telas, la vestimenta y la vida. Allí, donde el viento y el sol se conjugan y tejen un poema de potente, elocuente, virtud, ella es monarca: señora de arenas y de elevadas piedras, dadora de buenaventuranza, siempre recibida, siempre agradecida.
Bajando, te introduces en el país de las vizcachas. La mera grieta, colosal, esa que algún gigante labró con un manazo o el temblor de una carcajada. El tajo fatal, el desfiladero letal. Allí se están nuestras parientes: ellas, cuando nacen, maman igual que nosotros. Y no vuelan como los colibríes, pero saltan de tal manera que, cómo negarse a que son audaces estos bichos, mamíferos como quien escribe. Uno aprende de ellas, eso: la audacia, no sólo como un don, una bendición, un señalamiento de los dioses, sino además como una de las bellas artes: en el salto de la vizcacha, están concentradas todas las audacias, esas históricas, las de los guerreros inmortales y las de los libertadores de pueblos, la de los creadores y los artistas que inspiran, y la mía y seguro, también, la tuya.
Vuelves de la montaña, maravillado.
Vuelves de esos cerros, dispuesto a vivir otro día, tramar uno más, y así la vida que te alcanza y te besa y te agasaja.
Vuelves sabiendo de una sola certeza: mañana, ellas, las montañas, seguirán allí y eso es suficiente para que sientas que vivir, vivirlas, vale la pena.