Recomposición política y social / Le Monde
Lucha de clases en Francia: chalecos amarillos
Con clases populares excluidas de la representación política, los centros de las metrópolis y de la TV, ¿hay una “recaída en una forma primitiva de lucha de clases”? El gobierno postula que los conflictos sociales se explican por los problemas de comunicación entre el poder y sus opositores, y no por unos antagonismos fundamentales, una hipótesis aventurada. (Extractos de Bolpress; foto: RFI)
-El movimiento de los “chalecos amarillos” marca el fracaso de un proyecto originado a finales de los años 1980: el de una “República del centro” que habría acabado con las convulsiones ideológicas expulsando a las clases populares tanto del debate público como de las instituciones políticas. Aún mayoritarias, pero demasiado inquietas, debían dejar paso –por completo– a la burguesía cultivada.
-Hoy las clases populares se encuentran excluidas de la representación política (ya de por sí baja, la proporción de diputados obreros o empleados se ha dividido por tres en los últimos cincuenta años) y también de los centros de las metrópolis: con un 4% de nuevos propietarios obreros o empleados cada año, el París de 2019 se asemeja al Versalles de 1789, lo mismo que de las pantallas de televisión…
-Aunque el proyecto de escamotear del ámbito político a la mayoría de la población avanza hacia el fracaso total, otro capítulo del programa de las clases dirigentes, el que pretende difuminar las fronteras entre la derecha y la izquierda, está conociendo, por el contrario, una fortuna inesperada… el rechazo a distinguir entre derecha e izquierda, que los profesionales de la representación reprochan a los “chalecos amarillos”, reproduce en el seno de las clases populares esa política de “difuminación” perseguida desde hace décadas por el bloque burgués.
-Pero los movimientos aprenden avanzando; se fijan nuevos objetivos a medida que perciben obstáculos imprevistos y ocasiones inesperadas, como en los Estados generales, en 1789. Así pues, mostrar solidaridad con los “chalecos amarillos” equivale a actuar para que la profundización de su acción avance por el buen camino, el de la justicia, la emancipación.
-No obstante, hay que saber que otros trabajan en una evolución inversa y cuentan con que la cólera social beneficie a la extrema derecha en las elecciones europeas del próximo mes de mayo. Respaldado por una base social estrecha, el presidente Macron solamente podrá implementar sus “reformas” del seguro de desempleo, de las pensiones y de la función pública a través de un autoritarismo político reforzado, valiéndose de la represión policial y de un “gran debate sobre la inmigración”.
-por Pierre Rimbert y Serge Halimi / redactor jefe y director de Le Monde diplomatique, febrero de 2019
Miedo. No a perder un escrutinio, a fracasar al “reformar” o a ver cómo los activos propios se desploman en Bolsa. Más bien a la insurrección, a la revuelta, a la destitución. Hacía medio siglo que las elites francesas habían dejado de experimentar tal sentimiento. De repente, el sábado 1 de diciembre de 2018, paralizó algunas conciencias. “Lo urgente es que la gente vuelva a su casa”, se inquietaba Ruth Elkrief, periodista estrella de BFM TV. En las pantallas de su cadena desfilaban imágenes de unos “chalecos amarillos” decididos a arrancar una vida mejor.
Unos días más tarde, la periodista de un periódico cercano a la patronal, L’Opinion, revelaba en un plató de televisión la gran intensidad que había alcanzado la borrasca: “Todos los grandes grupos van a distribuir primas porque, en un momento dado, han temido realmente que sus cabezas acabaran clavadas en picas. Sí, sí, las grandes empresas, cuando tuvo lugar ese terrible sábado, aquel con todos esos destrozos, llamaron al dirigente de MEDEF [patronal], Geoffroy Roux de Bézieux, diciéndole: ‘¡Cede en todo! Cede en todo, porque si no…’. Se sentían amenazados físicamente”.
Sentado al lado de la periodista, el director de un instituto de sondeos menciona a su vez a “grandes patronos, efectivamente, muy preocupados”, una atmósfera “parecida a lo que he leído sobre 1936 o 1968. Llega un momento en el que uno se dice: ‘Hay que saber renunciar a grandes sumas en lugar de perder lo esencial’” (1). En efecto, durante el Gobierno del Frente Popular, Benoît Frachon –secretario general de la Confederación General del Trabajo (CGT)– recordaba que durante las negociaciones de los Acuerdos de Matignon, resultado de una oleada de huelgas imprevistas con ocupaciones de fábricas, los patronos habían “cedido en todos los puntos”.
Este tipo de descomposición de la clase pudiente es poco habitual, pero tiene como corolario una lección que ha perdurado a lo largo de toda la historia: aquellos que han tenido miedo no perdonan a aquellos que le han infundido miedo ni a aquellos que han sido testigos de su miedo (2). Así pues, el movimiento de los “chalecos amarillos” –duradero, nebuloso, sin líder, que habla una lengua desconocida para las instituciones, tenaz pese a la represión, popular pese a la difusión malintencionada de los daños materiales causados– ha provocado una reacción cargada de precedentes. En los momentos de cristalización social, de lucha de clases sin rodeos, cada uno debe elegir su bando. El centro desaparece, el electorado indeciso se posiciona. Y entonces, incluso los más liberales, los más cultivados, los más distinguidos olvidan los melindres de la “convivencia”.
Embargados por el temor, pierden la sangre fría, como Alexis de Tocqueville cuando evoca en sus Recuerdos las jornadas de junio de 1848. Por aquel entonces, los obreros parisinos, hundidos en la miseria, fueron masacrados por una tropa que la burguesía en el poder, persuadida de que “solo el cañón puede arreglar las cuestiones de nuestro siglo” (3), se había apresurado a enviar contra ellos. Cuando Tocqueville describe al dirigente socialista Auguste Blanqui, olvida sus buenas maneras: “Un aspecto enfermo, avieso e inmundo, una palidez sucia, la apariencia de un cuerpo enmohecido (…). Parecía haber vivido en una cloaca y se diría que acababa de salir de ella. Yo creía ver a una serpiente a la que le pellizcan la cola”.
Se produce una misma metamorfosis de la educación en furia durante la Comuna de París. Y esta vez alcanza a numerosos intelectuales y artistas a veces progresistas –pero preferiblemente en tiempos de calma–. El poeta Leconte de Lisle arremete contra “esta liga de todos los desclasados, de todos los incapaces, de todos los envidiosos, de todos los asesinos, de todos los ladrones”. Para Gustave Flaubert, “el primer remedio será el de acabar con el sufragio universal, la vergüenza del espíritu humano”. Émile Zola, serenado por el castigo (20.000 muertos y cerca de 40.000 detenciones), extraerá las lecciones para el pueblo de París: “El baño de sangre que acaba de sufrir acaso sea una horrible necesidad con que calmar alguna de sus fiebres” (4).
En definitiva, el pasado 7 de enero, Luc Ferry, profesor de Filosofía y Ciencia Política pero también exministro de Educación Nacional, podía tener en mente las desmesuras de personajes con al menos tantos galones como él cuando la represión de los “chalecos amarillos” (véase el artículo de Raphaël Kempf en la pág. 4), demasiado indolente a su parecer, le arrancó –en Radio Classique…– la siguiente orden para los guardianes de la paz: “Que utilicen sus armas de una vez por todas” contra “esos pedazo de matones, esos pedazo de cabrones de extrema derecha o de extrema izquierda o de los suburbios que vienen a golpear a los policías”. Después, Ferry se fue a comer.
Por lo general, el bando del poder se despliega por componentes distintos y, a veces, rivales: altos funcionarios franceses o europeos, intelectuales, patronos, periodistas, la derecha conservadora o la izquierda moderada. Es en este agradable contexto en el que se efectúa una alternancia calibrada, con sus rituales democráticos (elecciones y, después, hibernación). El 26 de noviembre de 1900 en Lille, el dirigente socialista francés Jules Guesde ya diseccionaba este pequeño juego político al cual la “clase capitalista” debía su longevidad en el poder: “Se ha efectuado una división entre burguesía progresista y burguesía republicana, burguesía clerical y burguesía librepensadora, de manera que una fracción vencida siempre pueda ser reemplazada en el poder por otra fracción de la misma clase, igualmente enemiga. Es como un navío con mamparos estancos, que puede hacer agua por un lado y no por ello es menos insumergible”. No obstante, puede suceder que el mar se agite y la estabilidad del barco se vea amenazada. En ese caso, deben eliminarse las disputas ante la necesidad de un frente común.
Con respecto a los “chalecos amarillos”, la burguesía ha efectuado un movimiento de este tipo. Sus portavoces habituales, que, en tiempos de calma, procuran mantener la apariencia de un pluralismo de opiniones, han asociado al unísono a los contestatarios con una jauría de posesos racistas, antisemitas, homófobos, sediciosos, conspirativos. Pero, sobre todo, unos perfectos ignorantes. “‘Chalecos amarillos’: ¿va a ganar la estupidez?”, se pregunta Sébastien Le Fol en Le Point (10 de enero de 2019). “Los verdaderos ‘chalecos amarillos’ –confirma el editorialista Bruno Jeudy– luchan sin reflexionar, sin pensar” (BFM TV, 8 de diciembre). “Los bajos instintos se imponen en detrimento de la educación más elemental”, se alarma a su vez el plebeyo Vincent Trémolet de Villers (Le Figaro, 4 de diciembre).
Así pues, este “movimiento de catetos ‘pujadistas’ (5) y sediciosos” (Jean Quatremer), liderado por una “minoría llena de odio” (Denis Olivennes), se asimila con frecuencia a un “aluvión de rabia y de odio” (editorial de Le Monde) en el que “hordas de inútiles, de saqueadores” “comidos por su resentimiento como por las pulgas” (Franz-Olivier Giesbert) dan rienda suelta a sus “dañinas pulsiones” (Hervé Gattegno). “¿Cuántas muertes pesarán sobre las conciencias de estos nuevos catetos?”, se alarma Jacques Julliard.
Aunque también preocupado por un “odio al descubierto y ciego a su propia voluntad”, Bernard-Henri Lévy condesciende a firmar en… Le Parisien una petición, adornada con nombres como Cyril Hanouna, Jérôme Clément y Thierry Lhermitte, para invitar a los “chalecos amarillos” a “transformar la cólera en debate”. Sin éxito… Pero, gracias a Dios, suspira Pascal Bruckner, “la policía, con sangre fría, ha salvado la República” de los “bárbaros” y la “chusma encapuchada” (6).
De Europa Ecología Los Verdes (EELV) a lo que queda del Partido Socialista, de la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (CFDT) a los dos presentadores de la emisión matinal de France Inter (una “alianza de inteligencia”, en palabras de la directora de la emisora), todo un universo social se ha unido para atacar con vehemencia a las personalidades políticas solidarias con el movimiento. ¿Su error? Atentar contra la democracia al no compartir su espanto. ¿Cómo oponerse a semejantes inoportunos? Utilizar un viejo truco: buscar todo aquello que podría vincular a algún portavoz de los “chalecos amarillos” con algún punto de vista que la extrema derecha habría defendido o retomado en algún momento. Pero, siguiendo esta lógica, ¿se debería alentar también la violencia contra los periodistas porque Marine Le Pen, en su mensaje de año nuevo a la prensa, vio en todo esto “la propia negación de la democracia y del respeto del prójimo sin el cual no hay intercambio constructivo, vida democrática o paz social”? (17 de enero).
El sobresalto del bloque burgués que conforma la base electoral de Emmanuel Macron (7) nunca se había revelado con tanta crudeza como el día en el que Le Monde publicó el retrato, empático, de una familia de “chalecos amarillos”. “Arnaud y Jessica, una vida contando cada euro” (16 de diciembre). Mil comentarios llenos de cólera inundaron entonces el sitio web del periódico. “Un matrimonio no muy astuto… ¿Acaso no sería la verdadera miseria, en algunos casos, más cultural que financiera?”, consideraba un lector. “El problema patológico de los pobres: su capacidad para vivir por encima de sus posibilidades”, superaba un segundo. “No penséis que se convertirán en investigadores, ingenieros o creadores. Esos cuatro niños serán como sus padres: una carga para la sociedad”, zanjaba un tercero. “Pero, ¿qué esperan del presidente de la República? –se rebelaba otro–. ¿Qué acuda cada día a Sens para comprobar que Jessica se toma la píldora cuando toca?”. La periodista autora del retrato se mostró titubeante ante este “diluvio de ataques” con “acentos paternalistas” (8). ¿“Paternalistas”? Pese a todo, no se trataba de una disputa familiar: los lectores de un periódico conocido por su moderación más bien daban la voz de alarma de una guerra de clases.
Aclaración sociológica
Efectivamente, el movimiento de los “chalecos amarillos” marca el fracaso de un proyecto originado a finales de los años 1980 e impulsado desde entonces por los evangelistas del socioliberalismo: el de una “República del centro” que habría acabado con las convulsiones ideológicas expulsando a las clases populares tanto del debate público como de las instituciones políticas (9). Aún mayoritarias, pero demasiado inquietas, debían dejar paso –por completo– a la burguesía cultivada.
El “viraje del rigor” en Francia (1983), la contrarrevolución liberal impulsada en Nueva Zelanda por el Partido Laborista (1984) y, posteriormente, a finales de los años 1990, la “tercera vía” de Anthony Blair, William Clinton y Gerhard Schröder parecieron hacer realidad este propósito. A medida que la socialdemocracia se acurrucaba en el aparato de Estado, se acomodaba en los medios de comunicación y ocupaba los consejos de administración de las grandes empresas, relegaba al margen del juego político a su base popular de antaño. En Estados Unidos, no sorprende mucho que, ante una asamblea de proveedores de fondos electorales, Hillary Clinton ponga en la “cesta de gente deplorable” a los apoyos de su adversario.
Pero la situación francesa no es mucho mejor. En un libro de estrategia política, Dominique Strauss-Kahn, un socialista que ha formado a numerosos allegados del actual presidente francés, explicaba hace ya diecisiete años que su partido debía apoyarse desde entonces en “los miembros del grupo intermedio, constituido en su inmensa mayoría por asalariados sensatos, informados y con estudios que conforman la estructura de nuestra sociedad. Aseguran su estabilidad debido (…) a su adhesión a la ‘economía de mercado’”. En cuanto a los otros –menos “sensatos”–, su destino estaba escrito: “Del grupo más desfavorecido, desgraciadamente no siempre se puede esperar una participación serena en una democracia parlamentaria. No porque se desinterese de la historia, sino porque sus irrupciones en ella a veces se manifiestan con violencia” (10). Ya no se preocuparían de estas poblaciones, pues, más que una vez cada cinco años, en general para reprocharles los resultados de la extrema derecha. Después, volverían al vacío y a la invisibilidad –pues la seguridad vial en Francia aún no exige que todos los automovilistas posean un chaleco amarillo–.
La estrategia ha funcionado. Las clases populares se encuentran excluidas de la representación política. Ya de por sí baja, la proporción de diputados obreros o empleados se ha dividido por tres en los últimos cincuenta años. Excluidas también de los centros de las metrópolis: con un 4% de nuevos propietarios obreros o empleados cada año, el París de 2019 se asemeja al Versalles de 1789. Excluidas, por último, de las pantallas de televisión: el 60% de las personas que aparecen en las emisiones informativas pertenecen al 9% de la población activa con más formación (11). Y, a ojos del jefe de Estado, no existen. Europa, considera, no es más que un “viejo continente de pequeños burgueses que se sienten seguros en el confort material” (12). Lo que sucede es que este mundo social obliterado, declarado reacio al esfuerzo escolar, la formación y, por lo tanto, responsable de su suerte, ha resurgido bajo el Arco del Triunfo y en los Campos Elíseos. El consejero de Estado y constitucionalista Jean-Éric Schoettl, confundido y consternado, diagnosticó en el sitio web de Le Figaro (11 de enero de 2019) una “recaída en una forma primitiva de lucha de clases”.
Difuminación ideológica
Durante este invierno, las reivindicaciones de justicia fiscal, de mejora del nivel de vida y de rechazo del autoritarismo del poder ocupan el primer plano, pero la lucha contra la explotación salarial y la propiedad social de los medios de producción se encuentran ausentes en gran medida. Ahora bien, ni el restablecimiento del antiguo impuesto sobre el patrimonio (13), ni la vuelta al límite de 90 kilómetros por hora en las carreteras secundarias, ni el control más estricto de las cuentas de gastos de los representantes electos, ni siquiera el referéndum de iniciativa ciudadana (14) pondrían en entredicho la subordinación de los asalariados en la empresa, la distribución fundamental de la renta o el carácter ficticio de la soberanía popular en el seno de la Unión Europea y en la globalización.
Desde luego, los movimientos aprenden avanzando; se fijan nuevos objetivos a medida que perciben obstáculos imprevistos y ocasiones inesperadas: en los Estados generales, en 1789, solo unos pocos eran republicanos en Francia. Así pues, mostrar solidaridad con los “chalecos amarillos” equivale a actuar para que la profundización de su acción avance por el buen camino, el de la justicia, la emancipación. No obstante, hay que saber que otros trabajan en una evolución inversa y cuentan con que la cólera social beneficie a la extrema derecha en las elecciones europeas del próximo mes de mayo.
Semejante culminación se vería favorecida por el aislamiento político de los “chalecos amarillos”, a quienes el poder y los medios de comunicación se esfuerzan por presentar como intratables, exagerando el alcance de cada una de sus declaraciones inapropiadas. El eventual éxito de esta iniciativa de descalificación validaría la estrategia seguida desde 2017 por Macron, que consiste en limitar la vida política a un enfrentamiento entre liberales y populistas (15). Una vez impuesta esa división, el presidente de la República podría amalgamar en un mismo oprobio a sus opositores de derechas y de izquierdas y, después, asociar cualquier protesta interna a la actuación de una “internacional populista” en la que, en compañía del húngaro Viktor Orbán y del italiano Matteo Salvini, se codearían según él conservadores polacos y socialistas británicos, “insumisos” franceses (16) y nacionalistas alemanes.
En cualquier caso, el presidente francés deberá resolver una paradoja. Respaldado por una base social estrecha, solamente podrá implementar sus “reformas” del seguro de desempleo, de las pensiones y de la función pública a través de un autoritarismo político reforzado, valiéndose de la represión policial y de un “gran debate sobre la inmigración”. Lo irónico sería que, tras haber sermoneado a los Gobiernos “iliberales” del planeta, Macron acabara copiando sus recetas.
(1) “L’info du vrai”, Canal Plus, 13 de diciembre de 2018.
(2) Cf. Louis Bodin y Jean Touchard, Front populaire, 1936, Armand Colin, París, 1961.
(3) Auguste Romieu, Le Spectre rouge de 1852, Ledoyen, París, 1851, citado por Christophe Ippolito, “La Fabrique du discours politique sur 1848 dans L’Éducation sentimentale”, Op. Cit., n.° 17, Pau, 2017.
(4) Paul Lidsky, Los escritores contra la Comuna, Traficantes de sueños, Madrid, 2013 (1ª ed.: 1970).
(5) N. de la T.: Referencia al poujadisme, movimiento político constituido en Francia en los años 1950 en torno a la Unión de Defensa de los Comerciantes y Artesanos liderado por Pierre Poujade. Por extensión, aquí se utiliza como un adjetivo peyorativo para designar una actitud basada en reivindicaciones corporativistas y en el rechazo a una evolución socioeconómica.
(6) Respectivamente: Twitter, 29 de diciembre de 2018; Marianne, París, 9 de enero de 2019; 4 de diciembre de 2018; Le Point, París, 13 de diciembre de 2018 y 10 de enero de 2019; Le Journal du dimanche, París, 9 de diciembre de 2018; Le Figaro, París, 7 de enero de 2019; Le Point, 13 de diciembre de 2018; Le Parisien, 7 de diciembre de 2018; Le Figaro, 10 de diciembre de 2018.
(7) Véase Bruno Amable, “Mayoría social, minoría política”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2017 y, del mismo autor, con Stefano Palombarini, L’Illusion du bloc bourgeois. Alliances sociales et avenir du modèle français, Raisons d’agir, París, 2017.
(8) Faustine Vincent, “Pourquoi le quotidien d’un couple de ‘gilets jaunes’ dérange des lecteurs”, Le Monde, 20 de diciembre de 2018.
(9) Véase Laurent Bonelli, “Les architectes du social-libéralisme”, Le Monde diplomatique, París, septiembre de 1998.
(10) Dominique Strauss-Kahn, La Flamme et la Cendre, Grasset, París, 2002. Véase Serge Halimi, “Flamme bourgeoise, cendre prolétarienne”, Le Monde diplomatique, París, marzo de 2002.
(11) “Baromètre de la diversité de la société française” (PDF), periodo de 2017, Consejo Superior del Audiovisual, París, diciembre de 2017.
(12) “Emmanuel Macron – Alexandre Duval-Stalla – Michel Crépu, l’histoire redevient tragique (une rencontre)”, La Nouvelle Revue française, n.° 630, París, mayo de 2018.
(13) N. de la T.: Desde el 1 de enero de 2018, el impôt sur la fortune immobilière (IFI) reemplaza el impôt de solidarité sur la fortune (ISF).
(14) N. de la T.: El référendum d’initiative citoyenne es una propuesta para crear un dispositivo de iniciativa popular en Francia cuya instauración es una de las principales reivindicaciones de los “chalecos amarillos”.
(15) Véase “Liberales contra populistas, una división engañosa”, Le Monde diplomatique en español, septiembre de 2018.
(16) N. de la T.: Representantes de La France Insoumise.
Pierre Rimbert y Serge Halimi
.http://es.rfi.fr/francia/20181207-la-crisis-de-los-chalecos-amarillos