30 de diciembre de 1532 en cualquier lugar de los Andes
Pudo ser en las afueras de Tacna o en el valle de Chuquiago Marka, en las punas de Catamarka o las costas de Iquique: pudo ser en cualquier camino, en cualquier aldea, del Tawantinsuyu que se repitiera este diálogo, en quechua, claro:
―Dicen que el Inca ha sido capturado…
―No mientas: el Inca no puede ser capturado.
―Así es. Tienes razón. El Inca no puede ser capturado pero lo han amarrado unos karisiris que llegaron desde el norte, desde el Chinchaysuyu…
El viento helaba, rasgaba la piel, en la apacheta. Era verano pero había nieve en los cerros. Así siempre es, en los Andes.
―Dime, ahora, ¿qué haremos?
―Dicen que si juntamos todo el oro de los templos y se lo entregamos a ellos, lo van a liberar a nuestro Incatuy.
―¡Oro!¿Eso quieren? ¡El oro es para Viracocha! ¡El oro es para Illapa! ¡El oro es de Tunupa! El oro no es nuestro, el oro es de los dioses que nos protegen…
―Pero eso quieren los karisiris a cambio del Inca, ¿acaso no has entendido?
―Sí, ya entendí. Que así sea. Iré a juntar todo el oro que pueda. Con mi ayllu, juntaremos montañas.
En abril de 1532, Francisco Pizarro, gobernador, capitán general, adelantado y alguacil mayor del Perú por las Capitulaciones de Toledo, desembarcó en Tumbes. El 15 de noviembre de 1532, llegó a Cajamarca, donde fue recibido por el Inca Atahualpa. Un día después, Pizarro lo capturó, a la vez que su tropa asesinaba a miles de indios. Atahualpa permaneció prisionero. Ofreció colmar dos cuartos de plata y uno de oro a cambio de su libertad. Eso sucedió y, sin embargo, engañado y traicionado, fue ejecutado con garrote vil en la plaza de Cajamarca el 26 de julio de 1533.
No sólo mataron al Inca. Dieron inicio al desgarro que sacude, hasta hoy, a nuestra América.
Decía el James Joyce en su Ulises, hablando de sus Irlandas, hablando de sus Dublines: nada bueno puede florecer si es hijo de una traición.
La traición, acá o allá, es lo mismo: sólo tapiza el camino hacia el manqha pacha, el mundo de abajo, sólo conduce al infierno.
Lo único que restituye la fe y repara la traición no es la esperanza, ni es la venganza: es la justicia.