El neoimperialismo: una descripción des-colonial de la nueva cosmogonía del Estado profundo
Construir el poder popular desde abajo es la única posible defensa que se presenta en un mundo de guerra encendida. El Imperio nunca pudo doblegar a Vietnam, fracasó en Corea y Cuba. La razón: cuando un pueblo encarna el espíritu mesiánico nada puede detener su poder utópico, es decir, aquella potencia que le permite trascenderse a sí mismo y al mundo que le oprime. Eso le constituye en lo que llamamos “consciencia anticipatoria”. Eso le permite no encerrarse en el presente sino en anticiparse y hacer actualidad lo que ya vive como desiderátum utópico. Por eso, no es, en definitiva, la fuerza militar, la riqueza, el crecimiento del PIB, el desarrollo, etc., lo que impulsa y potencia a un pueblo, sino la fe que tiene en sí mismo. Despertar esta fe es la verdadera revolución de nuestro tiempo.
En 1972, el informe al Club de Roma, “límites del crecimiento”, ya señalaba la insostenibilidad futura de unas expectativas económicas fundadas en el crecimiento exponencial. 45 años después, evidenciado aquel pronóstico fatídico –con la crisis climática–, el sistema económico global y la ciencia económica que le justifica, no sólo no renuncian a las trampas del crecimiento sino que persisten, ahora de modo suicida, en afirmar el carácter exponencial de la economía del crecimiento. No podrían dejar de hacerlo, pues el sistema, al cual nos referimos, se funda exclusivamente en las prerrogativas del capital: si el capital no crece, muere. Y si muere éste, concluyen sus apologistas, colapsa todo el sistema.
La ciencia económica actual, en todas sus variantes, parte de esa confusión: creer que el sistema es la vida. Por eso también el socialismo carece de un diagnóstico crítico cuando sólo piensa la contradicción capital-trabajo, porque lo verdaderamente amenazado por el crecimiento exponencial es la naturaleza, es decir, la fuente última de toda riqueza, o sea, la fuente de la propia vida humana. Cuando se habla de crecimiento económico, en realidad se está hablando del crecimiento exclusivo del capital y del mercado, y en eso consiste la advertencia que hacía Einstein: el mayor problema de la humanidad es que no entiende el factor exponencial. ¿Qué significa eso? Que las condiciones finitas de nuestro planeta son incompatibles con las expectativas de una acumulación siempre creciente de riqueza.
Hoy día hay más riqueza que nunca en toda la historia humana, pero su carácter concéntrico manifiesta una constante: la riqueza actual es sólo posible si es proporcional al despojo producido. Ese crecimiento acumulativo es sólo posible socavando las dos únicas fuentes de riqueza: el ser humano y la naturaleza. En aquel informe ya se destacaba la disparidad monumental de carácter global que había creado el sistema económico: apenas el 20% rico del mundo era el único beneficiado del 80% de la riqueza mundial. En 2014, la disparidad se había hecho no sólo irracional sino hasta demencial. Los beneficiados de un sistema económico profundamente desigual e injusto es el 1%, dejando al 99% restante encaminarse paulatinamente a un nuevo holocausto, ahora de carácter global. El 1% rico del mundo son 70 millones. En un mundo finito –cuyos recursos son también finitos–, el aprovechamiento desmedido y creciente que hace ese 1% de todos los recursos planetarios, deja al 99% restante sobrante; o sea, se vuelven prescindibles para el crecimiento, o sea, “obstáculos del progreso y el desarrollo”. ¿Qué hacer con los sobrantes?, se pregunta el 1%, ahora que la crisis climática ha descubierto la condición finita de los recursos.
Ya no son sólo los indios sino que, ahora, es la propia humanidad, la que aparece como obstáculo para la economía del crecimiento. El propio Gandhi ya se daba cuenta de esto cuando decía que “este mundo basta y sobra para toda la humanidad, pero no basta para la codicia de unos cuantos”. ¿Qué pasa cuando esa codicia se hace sistema de vida? Entonces tenemos al capitalismo. Por eso su lógica es suicida. Si no crece se muere, pero crece a expensas de todo, como el cáncer. ¿Por qué la ciencia económica no se da cuenta de eso? Si se hace una revisión histórica del contenido conceptual de las categorías económicas actuales, descubrimos que la mitología liberal empapa a todas las ciencias sociales.
CRÍTICA DES-COLONIAL AL SISTEMA DE CATEGORÍAS DE LA MODERNIDAD
En el caso de la economía, las “robinsonadas” de las cuales parte, le hacen perder el sentido de la realidad, porque confunde a un sistema económico con toda la realidad, es decir, la realidad producida históricamente por el capital aparece como el horizonte último de toda inteligibilidad posible. Se le escapa el principio de realidad porque toda tematización de lo posible resulta en una pura tautología teórica: afirma lo que hay como lo único posible porque parte de eso como única realidad.
Por eso también el socialismo fracasa, incluso como “socialismo del siglo XXI”. Porque persiste en medir sus expectativas económicas socialistas desde los mismos criterios economicistas liberales. Por eso no son capaces de evaluar críticamente el carácter exponencial del crecimiento económico y, a nombre incluso de ecosocialismo, no hacen otra cosa que insistir en el paradigma del desarrollo. Porque además el capitalismo ya se ha encargado, por medio de eufemismos (como el desarrollo alternativo, humano, etc.), de encubrir el carácter mítico del desarrollo. Pero conviene aclarar, una crítica al desarrollo no deviene en un No al desarrollo sino en ponerlo en su verdadero lugar: el desarrollo no es un fin de la praxis humana y tampoco podría establecer las finalidades de la economía, o sea, no puede ser criterio de evaluación económica. El desarrollo, en sí, no define lo que hay que hacer, porque las definiciones son deducidas del horizonte de vida planteada y éste nunca se agota en parámetros desarrollistas. Un horizonte conforma siempre un ámbito utópico de referencia al cual se pretende aproximar; los pasos producidos en esa aproximación constatan si hay o no desarrollo en torno al fin propuesto.
Lo que encubre el paradigma del desarrollo es entonces ese fin nunca declarado y que constituye el horizonte valórico que sustenta al desarrollo. Por eso el desarrollo se vuelve una trampa ideológica cuando impone ese universo axiológico, que no es otro que aquél que justifica la forma de vida moderna. La realidad que crea esa forma de vida se naturaliza, es decir, se hace la única realidad y, valorizada positivamente, se constituye como lo único posible y deseable. Por eso el socialismo de nuestras dirigencias gubernamentales se hace desarrollista, porque cree ingenuamente que ese universo axiológico es independiente del capitalismo; de ese modo creen que el capitalismo, a nombre del desarrollo de las fuerzas productivas, es la etapa necesaria previa para alcanzar al socialismo. Y, como no poseen categorías críticas que les permita evaluar las consecuencias políticas de asumir los valores desarrollistas, entonces, muy a su pesar, lo único que logran es reponer al capitalismo y, de ese modo, hacen que nuestros pueblos se constituyan en garantes de esa reposición.
Esto significa que, por transferencia de valor, las crisis del primer mundo siempre las asume el Sur global; haciendo que las potencias y, ahora, el Imperio en decadencia, restablezcan su centralidad. Ahora que asistimos a una transición civilizatoria tripolar, ¿por qué no cae el Imperio?, ¿por qué Europa, después del brexit, no se desmorona?, ¿por qué China y Rusia no desplazan definitivamente a USA? Todo eso tiene que ver con el horizonte de expectativas que se plantea la propia humanidad y que es retratada por sus elites económicas y políticas. Todo el mundo sabe que el capitalismo es ya insostenible, pero ¿por qué se sigue apostando por éste? Esta pregunta pone en jaque a las ciencias sociales.
Toda la ciencia moderna está empapada de los prejuicios modernos, parte de ellos y se funda en ellos. Pero estos prejuicios no son meros prejuicios sino que constituyen sistema de creencias y, de ese modo, constituyen la base de racionalidad, es decir, la base de cientificidad de toda la ciencia moderna. Por eso la crítica al capitalismo no es crítica real si no se advierte el horizonte último de inteligibilidad que presupone la propia ciencia moderna. Si el componente material de un sistema de dominación es un sistema de explotación, la economía capitalista constituye ese componente material, pero este componente no es el componente real, tampoco la dominación es sólo un componente formal, pues el componente formal lo constituye un sistema de legitimación. Entonces, siendo la economía el componente material, el campo formal lo constituirían la política y el derecho, porque ambos afirman un presupuesto que se hace dogma en su propio horizonte de prejuicios: el liberalismo. Y el socialismo no escapa a ese horizonte.
Pero el liberalismo no nace de la nada, sino es el modo como se auto-comprende la subjetividad moderna. Es decir, la ciencia moderna expresa, sostiene y desarrolla ese tipo de subjetividad pero, para que esto no aparezca, se adjudica una pretendida universalidad que tiene el fin de hacer desaparecer ese contenido nunca declarado. En eso consiste el eurocentrismo. Y ese es el diagnóstico inicial de una descolonización epistemológica. ¿Por qué el marxismo del siglo XX no es consciente de esto?
Una teoría del fetichismo debía haberle conducido a una teoría de la descolonización; pero cuando sus teóricos asumen el concepto de ciencia que produce la ciencia anglosajona, asumen también todo su horizonte valórico y, de ese modo, se hacen inconscientes de aquello que sostiene al capitalismo y que constituye la forma de vida que el sistema económico se encarga de sostener y desarrollar a toda costa, incluso a costa de la vida toda. Por eso la contradicción fundamental no es capital-trabajo y, en la actual coyuntura global, esta contradicción sirve de poco a la hora de realizar una evaluación en regla de lo que estamos viviendo y a lo que nos estamos enfrentando como humanidad.
¿Por qué el capitalismo sigue en pie? Porque la objetividad que ha producido el capitalismo es sólo posible de sostenerse y desarrollarse si halla correspondencia con una subjetividad que la legitime. Al marxismo se le escapó precisamente esta constatación: lo que en realidad produce el capitalismo no es mercancías sino individuos. La mitología liberal parte de la metafísica individualista y, en consecuencia, el capitalismo produce individuos egocéntricos, egoístas y ególatras. Necesita producirlos, porque sólo de ese modo, produce en la realidad el mito del cual parte y que naturaliza al tipo de subjetividad que necesita para desarrollarse. Porque ningún proyecto se impulsa por inercia sino que es impulsado por sujetos, entonces, si no hay el tipo de subjetividad necesaria para impulsar un proyecto de vida determinado, éste termina por fracasar. El éxito del capitalismo entonces debe ser medido también por el tipo de subjetividad que produce y lo produce gracias al tipo de consumo que produce, pues consumiendo es como el proyecto que contiene se hace carne y se realiza. Entonces, insistir en los criterios económicos liberales (políticos y jurídicos) sólo hace que el capitalismo se reponga incluso bajo banderas de liberación que abrazan nuestros pueblos (las primeras y constantes víctimas del proyecto moderno del capitalismo). En ese sentido, desarrollarse siempre ha significado modernizarse, es decir, afirmar un sistema de vida que cuanto más destruye más riqueza produce.
Es en el consumo (algo ausente en toda la reflexión del marxismo del siglo XX) donde el capitalismo se desarrolla y desarrolla un sistema de la producción en torno a la maximización de la tasa de ganancias. Por eso el sistema capitalista sólo es posible si se auto-comprende de modo exponencial; el consumismo es algo inevitable en esa auto-comprensión (en los años 30 del siglo pasado USA constituye su forma de vida en torno al consumo) y eso hace que el consumo capitalista ya no satisfaga ninguna necesidad humana, sino redefina a ésta como simple mediación de las necesidades del mercado y del capital.
Si el consumo es subjetivación de objetividad, como decía Marx, una tematización científica debiera de dar cuenta qué tipo de objetividad es la que se subjetiva en el consumo capitalista. Si hay algo que jamás ha prosperado en el marxismo es la teoría del fetichismo que emprende Marx mismo a la hora de hacer la crítica a todo el “sistema de categorías de la economía burguesa”. Por ello el análisis que hacen los marxistas de la mercancía se reduce a su aparecer fenoménico. Entonces, ¿por qué el capitalismo y, en particular, el desarrollismo, es lo único que se vislumbra en las finalidades económicas de los gobiernos progresistas? Responder a esta interrogante pasa por definir en aquello en lo que consiste la descolonización, pues de lo que se trata es de mostrar los límites cognitivos que impone el horizonte del cual, inconscientemente, parten sus ideólogos.
Cuando exponemos la crítica des-colonial, no nos referimos a una colonización clásica sino al modo específico de naturalización de la dominación que ha producido la modernidad. Para ello debemos constituir todo un marco categorial que pueda mostrar el cómo las pretendidas emancipaciones acaban, o en reponer la dominación existente, o inaugurar nuevos tipos de dominación. Ya no se trata de la reducción a condición tributaria de las colonias, lo cual sólo exigiría una independencia de carácter formal; la “tributación” moderna no es sólo material sino que se trata de una transferencia sistemática de humanidad, es decir, de subjetividad: la transferencia de plusvalor es sólo posible porque ese plus es, en realidad, humanidad negada que se infravaloriza a medida que transfiere plus-vida. La periferia alimenta al primer mundo no sólo con materias primas o recursos energéticos sino con subjetividad transferida (o sea, cesión de voluntad de vida) como valor contenido.
Y esto tiene que ver también con el consumo, pues el consumo moderno es uno de los más acabados operadores de esta transferencia de subjetividad, pues lo que se realiza en el consumo no es sólo la ganancia sino la verdadera objetividad, o sea, la forma de vida contenida en la mercancía. Entonces, en la dialéctica producción-consumo es donde podemos encontrar la naturalización de una realidad (como máxima objetividad) que produce y desarrolla el capitalismo, esto es, la forma de vida moderna.
Afirmada inconscientemente la modernidad, el desarrollo aparece como lo único deseable, incluso para la periferia. Por eso la condición periférica retrata una condición subjetiva que constituye una “consciencia periférica” cuyo centro jamás es ella misma y, por eso, sólo puede describir un “movimiento existencial de carácter satelital”. Esta condición es la que la sume en una suerte fatídica, que la condena a no dejar de ser periferia y buscar siempre un centro de referencia ajeno a ella. A esto denominamos “colonialidad subjetivada”, es decir, la naturalización de la dominación que constituye sistema de creencias en la “consciencia periférica”, y que conforma el modo de relación pertinente para sostener y legitimar la objetividad reinante. Por ello, a la pregunta, ¿por qué el capitalismo no termina por desmoronarse?, habría que responder con otra pregunta: ¿hasta qué punto el horizonte de expectativas que insiste la humanidad sigue siendo moderno? Pues hay que decir que el mundo es también un estado de consciencia y la objetividad del mundo sólo puede seguir siendo objetiva si se encuentra en correspondencia con una subjetividad que es, en última instancia y siempre, la creadora de toda objetividad.
Puede el mundo que conocemos desmoronarse fácticamente pero, si la consciencia persiste en creer en ese mundo, entonces el mundo halla en esa creencia la legitimidad suficiente para reponerse. Por eso necesita hacer uso de las banderas que abrazan los oprimidos para legitimar un nuevo ciclo expansivo. La última aventura la impulsó el postmodernismo y, pese a su caducidad temprana, contaminó con un relativismo radical casi todas las apuestas emancipatorias, fragmentado las luchas populares y desmovilizando todo desiderátum utópico mediante un empoderamiento beligerante en todos los ámbitos de las luchas populares. Esto formó parte de una estrategia ideológica de cooptación de los movimientos populares, mediante la promoción de ideologías aparentemente revolucionarias pero que, al modo de los virus inteligentes, son activados una vez que hacen nido en la lucha popular, teniendo como misión la desarticulación del pueblo, su fragmentarización y la reducción de la lucha popular a demandas de carácter coyuntural.
Del relativismo provienen el pluralismo en su versión más light y la afirmación de las identidades, que si bien visibilizan otras exclusiones, ninguna se propone la articulación de un sujeto histórico que se constituya en exterioridad crítica de un sistema de dominación (por eso no es de extrañar que muchas de las demandas de diversidad sexual reivindiquen valores liberales y, en consecuencia, sólo busquen su inclusión en el sistema; del mismo modo, una de las consignas del feminismo, como es el reconocimiento del trabajo doméstico de la mujer, se enfoca en su monetarización, pero esto conduce a su mercantilización, o sea, a la política de expansión del capital a todos los ámbitos humanos; así también las políticas de planificación familiar que adoptan alegremente los gobiernos progresistas, son políticas que reciben un fuerte financiamiento de políticas –en el primer mundo– de control de la población, con un tinte además neomalthusiano imperial). Si no hay un sujeto histórico articulador de un nuevo horizonte utópico, todas las luchas populares se fragmentan en simples demandas que, incluso, promueve el sistema mismo, con el fin de legitimarse siempre.
Por eso, el relativismo no sólo fragmentariza la lucha popular sino que también diluye el horizonte utópico; de ese modo, la orfandad utópica no es sólo lo que deja la decadencia del sistema sino que la lucha popular ya no posee trascendencia; porque cuando las demandas buscan sólo la inclusión, porque todo se reduce a la adquisición de los nuevos satisfactores que promueve el sistema mismo, la lucha popular ya no busca transformar la totalidad sistémica, porque lo que en definitiva busca es su reconocimiento, es decir, ser aceptado, incluido, porque las expectativas que empujan a las demandas ya no trascienden al sistema mismo.
En ese contexto, los únicos que podrían devolvernos un horizonte utópico trascendental, que lograra unificar la lucha popular y lanzarla a un desiderátum irreductible a las expectativas sistémicas, son los más excluidos de los excluidos, los negados iniciales, las primeras y continuas víctimas de la modernidad. Sólo ellos podrían apostar verdaderamente por un mundo nuevo y sólo ellos podrían ser la brújula que nos pueda señalar hacia dónde dirigir ahora el tren de la historia humana; porque los pueblos y las culturas indígenas no presuponen el horizonte moderno y la sabiduría que todavía contiene su lucha popular es la base de racionalidad que necesitamos para descubrir un nuevo destino para la humanidad y el planeta.
Sólo cambiando de perspectiva podríamos dejar de legitimar un mundo que se viene abajo. Lo contrario es seguir cayendo en la trampa imperial y que lo describió muy bien Karl Rove, consejero de seguridad del ex presidente George Bush, el 2004: “ahora somos un Imperio y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad. Y mientras ustedes estudian esa realidad, juiciosamente, nosotros actuamos nuevamente y creamos otra realidad, que ustedes pueden estudiar nuevamente, y así suceden las cosas. Nosotros somos los actores de la historia. Y ustedes sólo pueden estudiar lo que nosotros hacemos”.
Los cientistas sociales se dedican a estudiar eso, por eso jamás podrían tener, ni siquiera, iniciativa epistémica. Por eso se torna urgente –y es el acento epocal– una transformación en las expectativas mismas que se plantean las luchas populares. En ese sentido, no nos cansamos en subrayar: la descolonización no es una opción teórica sino un tránsito existencial hacia otra forma de vida. Si de lo que se trata es de producir una nueva objetividad, lo primero a transformar entonces es una nueva subjetividad, porque toda objetividad es producción subjetiva, es decir, creación de un sujeto. La verdadera revolución consiste entonces en la producción de una nueva subjetividad; como decía el Che: la creación del hombre nuevo (que no es sólo al varón).
Pero lo que se ha olvidado es que el hombre nuevo hay que parirlo, y esto es literal. Y sólo podría parirse un hombre nuevo si, en la concepción, ya han concurrido un varón y una mujer también, de algún modo, nuevos. Un mundo más justo y más digno, más racional y más verdadero, no podría ser jamás obra de individuos egoístas y egocéntricos, que es lo que produce el capitalismo. Una economía solidaria, una producción para la vida y un consumo consciente, reclaman un nuevo sujeto de carácter comunitario. Por eso, en el caso, por ejemplo, de Bolivia, el Estado plurinacional es apenas la mediación política que debiera apuntar hacia algo más trascendental: el Estado comunitario. Si el estado plurinacional sigue siendo liberal es porque no se ha propuesto aun esta apuesta trascendental, porque esto significaría una real descolonización del concepto de Estado que ha producido la modernidad.
Porque el escenario actual es inédito y sólo un verdadero diagnostico des-colonial nos pondría a la altura de lo que la historia nos propone en este tránsito civilizatorio. Ya no es el tiempo de emancipaciones particularistas sino de una liberación de carácter universal: liberarnos no de una dominación sino de toda forma de dominación. Y eso empieza por liberar a la naturaleza. Liberarla de la ciencia moderna, es decir, de su condición de objeto. Esto implica restaurar su condición sagrada. Y este es el gran desafío que enfrenta hoy la humanidad, porque esto significa reconstituir la espiritualidad como parte esencial de la vida humana. Cuando el historiador británico Corelli Barnet, describe al poder –aparte de señalar lo consabido–, destaca que forman parte del poder de una nación, “su gente, creencias, mitos e ilusiones”, pero, además de “sus recursos económicos y tecnológicos [y] en la eficiencia de sus organizaciones políticas y sociales”, el poder sería “la forma en que todos estos factores están relacionados entre sí”. Por ello el premier ruso Vladimir Putin señala acertadamente que todo liderazgo mundial es también liderazgo espiritual. La hegemonía imperial norteamericana deja de ser hegemónica precisamente cuando sus valores se desmoronan y eso explica la promoción del trumpismo; por eso su núcleo duro lo constituyen los WASP empobrecidos por la globalización.
La desglobalización actual y el frágil mundo tripolar hacen más inestable sus perspectivas cuando el sistema de creencias reinantes no deja margen para la promoción de nuevos valores. Por eso la lucha no es sólo política sino también espiritual. Por eso no es raro que, teóricos de la filosofía política, como Jacob Taubes, Agamben, Badiou, Schmitt, etc., y, en nuestros lares, Dussel y Hinkelammert, hagan teología política. Que el fundamentalismo actual no sea sólo patrimonio de una parte del Islam sino, sobre todo, de la ortodoxia cristiana norteamericana, habla de la profunda decadencia de la hegemonía, ya no sólo imperial sino, también, moderno-occidental.
Recordemos que, cuando Roma se precipitaba en su decadencia, fue una nueva legitimación la que la haría resurgir de entre las cenizas. Se trató de la adopción del cristianismo como la nueva religión del Imperio. Roma se convertía, de ese modo, en la misionera de Dios en la tierra. Roma restablecía su carácter imperial, es decir, divino y, para ello, transformaba a sus dioses en santos, sus generales en obispos y el César se volvía papa. De ese modo aniquilaba toda resistencia, incluso la cristiana, pues con su mismo lenguaje y su misma simbología invertía la propia fe de las víctimas del Imperio. Dios se había hecho Kristo-Rey y su iglesia la nueva Roma.
De ese modo recuperaba su reino y su poder sobre el mundo. Por eso se reafirma como Imperio y, con más ahínco, resucita restaurando su condición: Roma sólo puede ser Roma si es Imperio. Su congénito carácter expansivo ahora se reafirma por la expansión de la fe. Gracias a la ontología griega subsume al cristianismo y nace el Occidente como el vector geopolítico de la nueva Roma: desde Parménides el ser es y el no ser no es. Esa es la tradición de la ideología imperial que es relanzada por la cristiandad el 1492, primero con la toma de Granada y el fin del Califato de Al-Andaluz, el 2 de enero, seguida con la expulsión de los judío-sefarditas (cuyo edicto de expulsión es proclamado el 31 de marzo, siendo la fecha límite de estadía el 2 de agosto), y acabada con la invasión del Nuevo Mundo. Colon parte del puerto de Palos el 3 de agosto de 1492 –el 9 de Av en el calendario de los expulsados– y España, como el primer imperio moderno, se convierte en la punta de lanza de la expansión de Occidente, ahora como modernidad. Nace Europa como concepto geopolítico y la modernidad como la administración antropológica de la dicotomía centro-periferia, naturalizando una clasificación racializada de la humanidad entre superiores e inferiorizados, que permanece incólume hasta en las propias teorías revolucionarias (que pretendieron cambiar al mundo sin cambiar jamás la perspectiva de ese mismo mundo).
LA NUEVA COSMOGONÍA DEL NEOIMPERIALISMO
El problema actual al que se enfrenta el Imperio (la Nueva Roma) es que el grado de legitimidad, lograda en el auge del neoliberalismo, provino de la estrategia de globalización, como conquista mercantil del mundo entero; eso generaba estabilidad, pero desde el 2008, la estabilidad lograda descubrió dramáticamente su fragilidad con la implosión del sistema financiero. Ahora la nueva cosmogonía que delatan las apuestas de recuperación hegemónica imperial, no vislumbra otra opción, en el laberinto que ha creado, que meterse más en él; por eso vuelve a sus orígenes, a sus relatos fundacionales de clasificación antropológico-racial de la humanidad, porque sólo puede lograr estabilidad generando inestabilidad. Por eso el racismo nunca ha sido superado, porque conforma la propia mitología moderna y que ahora vemos resurgir, precisamente, cuando no sólo el capitalismo sino la propia modernidad se hallan en crisis terminal (cuando un mundo se viene abajo, son sus valores más consagrados los que despiertan coléricamente en su agonía).
La estabilidad del primer mundo, o sea, del centro, es producto de una dialéctica de transferencia sistemática, esto quiere decir que, para lograr su estabilidad, necesita producir inestabilidad en la periferia. Y esto significa –en la situación actual, cuando su estabilidad está en riesgo– expandir la guerra; para ello se apoya en la “colonialidad subjetivada” de nuestras elites, pues éstas se convencen de que un nuevo sacrificio es indispensable para mantener el orden mundial y esto pasa por sacrificar a sus pueblos. Generar inestabilidad constituye, de ese modo, la nueva cosmogonía de una nueva reposición imperial: en el principio era la guerra. Ésta es la política profunda que implementa el Imperio y que consiste básicamente en partir el mundo en dos: el cielo y el infierno.
El infierno lo sufriríamos nosotros para hacer posible el cielo de un nuevo primer mundo que se recortaría incluso en sus márgenes actuales, pues la inmigración actual precisa que en las metrópolis desarrolladas también se genere cordones fronterizos de clasificación antropológica. Ésta ha sido siempre la constante que ha producido la riqueza del primer mundo; sólo mediante el despojo sistemático de la periferia mundial es posible el desarrollo del centro. Por eso la constante consiste en que la transferencia de valor es también transferencia de voluntad, o sea, de vida. La afirmación de la vida del mundo desarrollado es solo posible por el despojo, exclusión y negación de la vida de la periferia, por eso se trata de una plus-valorización que no puede ser comprendida en su entera significación por criterios economicistas. Pues no consiste sólo en un plusvalor económico sino humano, pues esa trasferencia le priva a la periferia de humanidad y sólo de ese modo es posible alimentar y sostener las pretensiones universales del centro desarrollado. Por eso se trata de una transferencia unilateral: mientras más vida le quita a la periferia de más vida se llena el centro. Por eso es preciso resemantizar la categoría centro-periferia. La periferia ya no es sólo el tercer mundo y el centro se recorta a sus dimensiones reales: los poderes fácticos que inventa el dólar desde Bretton-Woods.
Es todo el planeta el que se constituye en la periferia de las exigencias exponenciales del capital global, y esa expansión consiste en su capacidad acumulativa de despojo que hace de la humanidad y del planeta. Por eso el capital financiero puede reordenar la política y hasta la democracia según lo exige el capital y el mercado. La globalización consistía en la mercantilización radical y acelerada de toda la vida y eso es, en última instancia, el neoliberalismo. Ahora que la ideología de la globalización se desmorona en la propia USA, y el neoliberalismo ya no puede reponer la hegemonía del dólar, entonces la política profunda toma directamente las riendas del asunto.
Porque todo se trata de sobrevivir en una nueva reconfiguración geopolítica planetaria. Los límites de la visión anglosajona del mundo son las que entran en crisis a la hora de no saber en qué mundo nos encontramos. Porque condición de ser centro es saberse centro, y si la economía mundial se mueve al pacífico y hasta Europa deja de ser actor estratégico, entonces, con la ascensión, en todos los órdenes, de China y Rusia, además de la India, centro y periferia dejan de ser categorías útiles de descripción hasta ontológica.
Si el centro se descentra entonces apuntamos a un cambio de época, pero las condiciones objetivas de un descentramiento no son suficientes, porque, en definitiva, ser centro y ser periferia es también una perspectiva que se adopta y que la debe resignificar constantemente el centro. Por eso el centro y su hegemonía no se duermen en sus laureles y, ahora, más que nunca, tasan todo tipo de probabilidades para reponer su estrategia en declive vertical. En eso consiste la doctrina “core and the gap” y esto quiere decir la creación de un mundo con dos ámbitos diferenciados: el orden y el caos. Donde hay orden garantizado puede haber negocios, pero donde haya caos sólo habrá guerra prolongada y será, en última instancia, el precio de la estabilidad ofrecida como garante de un nuevo orden mundial, a la medida del mercado y del capital. Esta estrategia nace en la idea que hace el Pentágono del “Medio Oriente ampliado” y que se evidenció con la estrategia de la llamada “primavera árabe”, pero sobre todo con la provocación de las guerras en Irak, Afganistán, Siria y Libia.
Tanto China como Rusia tienen las mejores posibilidades de garantizar sus esferas de influencia, tanto en Eurasia como en el Pacífico; por eso USA no cesa de incomodar la estabilidad necesaria del Medio Oriente (promoviendo ahora, por ejemplo, el referéndum por la independencia del Kurdistán iraquí) y, tanto Arabia Saudita, Turquía, Egipto e Israel, son piezas que, en la inclinación que adopten, establecerán también los factores de integración o balcanización de la región. Europa sigue siendo un factor de inestabilidad por los independentismos recurrentes. Quedan África y América latina como últimos arcos de tensión en la recuperación hegemónica imperial. La inclusión de Venezuela en el denominado “eje del mal” junto a Irán y Corea del Norte, muestra los vectores que se dispone a activar una hegemonía maltrecha y que se ve urgida de poder disuasivo frente al ascenso de China y Rusia. No se trata sólo de poder bélico sino de poder hegemónico. Pero, si no se lograra reposición de hegemonía entonces el poder bélico podría garantizar dominación pura.
Por eso la doctrina “core and the gap” es lo que se anda coreando en el Estado profundo como opción actual; pues si recordamos, desde la administración Clinton, es Madeleine Albright, como secretaria de Estado, quien ya señalaba que era el Pentágono el que dictaminaba la política exterior, mientras los políticos se encargaban de gestionarla y, si estos no tenían éxito, entonces se ponía en marcha la Realpolitik. En realidad, el dictamen proviene del Estado profundo, que tiene al Pentágono como su brazo operativo para vigilar al establishment político; por eso vemos cómo se militariza la administración Trump con los generales John Kelly, James Mattis y H. R. McMaster en puestos clave.
Este neoimperialismo de la doctrina “core and the gap”, ya no descansaría en la anterior visión monetarista que popularizara Mayer Amschel Rothschild: “dadme el control de la moneda y no me importará quién hace las leyes”. Ahora se trata del poder combinado de las finanzas, la inteligencia artificial y las ojivas nucleares. Por eso las guerras de cuarta generación, dentro de la “doctrina del espectro completo”, son como la guerra llevada por otros medios en un mundo del caos.
La nueva cosmogonía neoimperial divide al mundo en dos, pero en ambos hay caos, porque el mundo estable está configurado también por la amenaza del caos. El Imperio se repondría como el garante del orden y la tributación al Imperio sería por sumisión absoluta, gracias a la cultura del miedo que se inaugura con la guerra contra el terrorismo. Eso ya está sucediendo en Europa. Formar parte del orden sería la capitulación total. Para eso el Imperio tiene, en su institucionalidad global, los medios para amenazar al mundo. Y sabe que, en una conflagración global, entra en juego el poder nuclear, el cual, ninguna potencia estaría dispuesta a usar, porque eso significa la puesta en marcha del MAD, o sea, la “destrucción mutua asegurada”. El comando sur ya se dispone a maniobras militares en las fronteras venezolanas con la participación de los ejércitos de Brasil, Colombia y Perú. Y las sanciones económicas contra Corea del Norte, promovidas desde la ONU y respaldadas inusitadamente por China y Rusia, muestra que intereses ocultos son siempre los promotores del desprecio crónico a los países chicos: ¿será que Corea sea una nueva Cuba negociada y sacrificada por las potencias beligerantes?, porque es sabido que la amenaza a Corea es, en realidad, una amenaza a China y Rusia.
La imposición del nuevo orden mundial que promueve el Estado profundo ya fue expuesta, curiosamente, por el flamante presidente francés Emmanuel Macron, en la reciente “Semaine des Ambassadeurs”, donde prácticamente dio por enterrada la soberanía popular. Aduciendo que, ahora, “nuestra soberanía es Europa”, no hace sino apoyarse en una ficción, pues si todo su análisis parte, como dice, de los cambios producidos desde la caída de muro de Berlín, entonces no hace sino describir un mundo que ya no existe. La caída del muro de Berlín es el contexto que usó el neoliberalismo (un mundo sin alternativas) para imponer la estrategia de globalización, que empieza a desmoronarse el 2008, con el colapso financiero en USA. Pero el contexto con el que nace el siglo XXI es el ascenso de las potencias emergentes, los BRICS; o sea, de principio, se trata de un discurso anacrónico.
El neoimperialismo (porque Macron es apenas un portavoz) parte de un mundo que ya no existe y, por ello mismo, no sabe en qué mundo se encuentra. Fiel a un globalismo anacrónico, el presidente francés juzga que sería absurdo volver –dice– al antiguo concepto de soberanía nacional. Por eso Europa, tanto para Macron como para Angela Merkel, es apenas una abstracción llenada de contenido por el peso de las finanzas. Por eso la Europa a la cual se refiere está definida por el mercado: “tenemos que inscribirnos en la tradición de las alianzas existentes y, de manera oportunista, construir alianzas circunstanciales que nos permitan ser más eficaces”, por eso ve en Europa apenas un conciliador cuya misión consiste en acercar a “las grandes potencias cuyos intereses estratégicos divergen”. Habrá que ver si las potencias consideran a Europa una autoridad moral por encima de sus intereses.
Macron también describe muy bien lo que consideran los poderes fácticos como una migración “aceptable” para Europa. Francia es la primera nación europea que instala en África “oficinas europeas de inmigración”; esto quiere decir que es Europa la que decide qué tipo de migrantes quiere aceptar y, de ese modo, acabar con el éxodo masivo hacia Europa; pero esto no lo decide ninguna soberanía nacional, sino las necesidades del mercado: “las rutas de la necesidad deben convertirse en rutas de la libertad”. El mundo de la estabilidad se convierte en el reino de la libertad, que se convierte en el mercado de “los bienes comunes (el planeta, la paz y la cultura)”, que son accesibles sólo para los incluidos en éste. Por ello también se pronuncia por “dar un nuevo aliento a la OTAN”, como un auténtico “promotor de la paz”. Ahora podremos entender por qué Trump cambio de parecer con respecto a la OTAN: en un mundo dividido entre el orden y el caos, la OTAN sigue siendo necesaria.
El entierro de la soberanía popular condice con la política de la Comisión Trilateral, desde los 70’s, expresado también por Zbigniew Brzezinsky cuando afirmaba que el papel de los Estados iba a ser desplazado por las corporaciones en la era tecnotrónica. O sea, se trata de una política ya trabajada desde el siglo pasado y que precisaba el neoliberalismo en su expansión global y que ahora la vemos en su forma acabada en la doctrina “core and the gap”: una vez acabada con la soberanía popular y nacional, los Estados carecen de todo poder y pueden ser fácilmente condenados al mundo del caos. Deshacerse de dos tercios de la población mundial, para mantener la estabilidad del primer mundo, no es algo descabellado, pues lo que origina este tipo de apuestas es el agotamiento de los recursos naturales.
Para mantener el mito del desarrollo, la sociedad moderna requiere de recursos inagotables y, como esto es imposible, ha producido un dogma de fe que ahora le sirve para justificar un nuevo holocausto mundial y que consiste en el cálculo de vidas necesarias para mantener el sistema. Por eso el presidente Macron declara que, lo que movilizará a los ciudadanos europeos, para no volver a “la edad de piedra”, como algunos países del Medio Oriente, es “la creencia en el progreso”. Es lo que se propone la nueva cosmogonía del Estado profundo: el reino del mileno es el orden y la paz, pero está siendo constantemente amenazada por el reino del caos, por eso lo devolveremos a “la edad de piedra”.
Dejar de ser parte del caos es someterse al orden. ¿Qué le impide al Estado profundo implementar, de una vez por todas, esta estrategia? Convencer a las potencias emergentes que no hay salida. Todo es negociable, menos, dejar de hacer negocios. Cuando todo se hace negocio, hasta la política sólo consiste en hacer buenos negocios y estos son la expresión más acabada del cálculo de utilidad propia que realiza un ego centrado exclusivamente en sus intereses egoístas. Éste es el tipo de cálculo que realiza todo poder y, cuanto más poder concentra, más utilidades logra su cálculo. Tanto las potencias, como los individuos, hacen ese cálculo, en un mundo que ha convertido todo en negocio. Por eso la apuesta actual y, por la cual, el Imperio encuentra opciones para su reposición, aunque sea como garante operativo, es que, en medio de una crisis planetaria, seguir haciendo negocios es la única razón que cuenta para este mundo.
¿Qué hacer? Si las guerras que ahora emprende el Imperio no buscarían cambios de gobierno sino el caos prolongado, entonces tampoco nos sirve, como marco analítico, la nomenclatura de la guerra convencional. Cuando se dice que las guerras imperiales se explican por la conquista de recursos estratégicos, se olvida que un Imperio no lucha por algo sino por el todo. Incluso la nueva estrategia imperial sacrificaría a una buena parte de sus Estados para generar la necesidad de la guerra continua. La guerra contra el terrorismo daría lugar a la guerra contra los pobres y, como todos quieren ser ricos, sobre todo en el primer mundo, esta aspiración daría lugar a legitimar la doctrina “core and the gap”. Que no se trata ya de la propuesta de Thomas Barnett, sino de su radicalización y performativización que hace el Estado profundo en las opciones que baraja en un mundo básicamente tripolar. Si el mundo cambia, el Imperio quiere decidir cómo ha de cambiar y qué tipo de escenario estaría dispuesto a aceptar. Como los conflictos y las guerras que ha emprendido, le han conducido a un desgaste de su poderío militar, su hegemonía y su legitimidad, y esto pasa porque no ha sabido producir estabilidad después de sus injerencias militares, ahora la opción sería ya no proponerse producir estabilidad con la guerra sino diseminar el caos prolongado; de ese modo pone al ámbito del caos en jaque y en condiciones de imposibilidad de recuperación. Dos tercios del planeta estarían siendo arrastrados, ya no a un nuevo subdesarrollo sino a “la edad de piedra”. En Latinoamérica todo empezaría con Venezuela.
Pero lo que no entra en el cálculo del Imperio es el factor pueblo. Y es el factor que, también, los gobiernos progresistas descuidan. Una vez en el poder, la dirigencia se impone como sujeto sustitutivo, expropiando el poder de decisión y reduciendo al pueblo a un mero apéndice de la política. Si la nueva doctrina imperial ha enterrado la soberanía popular, la respuesta sensata que debiéramos esperar de nuestra parte es la construcción del poder popular. Porque el Imperio sólo puede desestabilizar un país si hay condiciones para ello y eso significa un pueblo despotenciado. Triunfa la injerencia imperial cuando puede atizar conflictos que están dormidos. Pero un pueblo organizado, en tanto actor y sujeto de la política que se propone su Estado, constituye la mejor defensa nacional que se pueda tener. Nunca, en el mundo moderno, una soberanía popular ha producido soberanía nacional. Por eso el Estado moderno contiene un tipo de legitimación vertical por dominación. Por eso también se hace aparente y produce un concepto de nación frágil, porque su legitimidad no nace de la base popular (eso explica el contexto de independentismos que vive Europa, como en España). Lo que hemos conocido, en la modernidad, es la imposición de soberanías nacionales abstractas por sobre toda soberanía popular. Ese tipo de soberanía nacional es el que ahora reclama Trump exclusivamente para USA, privándole a Corea del Norte y Venezuela, por ejemplo, de ese mismo soberanía.
Construir el poder popular desde abajo es la única posible defensa que se presenta en un mundo de guerra encendida. El Imperio nunca pudo doblegar a Vietnam, fracasó en Corea y Cuba. La razón de ello es que, cuando un pueblo encarna y es portador del espíritu mesiánico, del cual habla Walter Benjamin, nada puede detener su poder utópico, es decir, aquella potencia que le permite trascenderse a sí mismo y al mundo que le oprime. Lo que no hay pone en su verdadero lugar a lo que hay, y aquel que se sitúa en lo que todavía no hay, anticipa ese futuro como porvenir de su propia praxis. Eso le constituye en lo que llamamos “consciencia anticipatoria”. Eso le permite no encerrarse en el presente que impone el reino de este mundo sino en anticiparse y hacer actualidad lo que ya vive como desiderátum utópico. Por eso, no es, en definitiva, la fuerza militar, la riqueza, el crecimiento del PIB, el desarrollo, etc., lo que impulsa y potencia a un pueblo, sino la fe que tiene en sí mismo. Despertar esta fe es la verdadera revolución de nuestro tiempo.