El Plan Colombia, ¿la nueva fisonomía de Suramérica?
En “Cien años de soledad” de García Márquez, la guerra es un rumor. Lo mismo sucede en “Pedro Paramo”, de Juan Rulfo. Mientras la guerra les sucede a otros, lo que uno vive tampoco es la paz, por eso el realismo mágico es como la respuesta mágica a una realidad que sucede al margen de uno (no olvidemos que, desde el levantamiento comunero de 1781, Colombia ha sufrido más de dos siglos de guerra). El boom latinoamericano generó también, en la idiosincrasia urbana (mientras el indio está ausente), una suerte de ajenidad con la propia realidad: Macondo y Comala no dejan de ser destinos de turismo intelectual para quien hace de la impotencia conformismo, mientras la realidad sigue un curso fatídico e inevitable. Eso genera la manía de insistir un temperamento urbano: la indolencia. Esa es la tarea que hace de los medios, en la actualidad, un factor determinante en la vida política: produce una sociedad que vive una doble vida. Por eso la vida política no alcanza su plenitud y se legitima la guerra, porque apostar por la paz –lo que significaría apostar por una politicidad plena– implica una renuncia básica: mi paz no puede significar la guerra al otro.
Lo que sucedió en Colombia, con el triunfo del no en el referéndum por la paz, retrata, no sólo, la actual insurgencia neoconservadora en el continente, como respuesta neoliberal a lo que se denominó “la primavera democrática latinoamericana”, sino también la insurgencia fatídica del capital en plena crisis civilizatoria del sistema-mundo moderno. Si los últimos procesos de acumulación global tienen que ver, literalmente, con el despojamiento sistemático de vida de la humanidad y la naturaleza, lo fatídico tiene que ver con que esto es imposible sin guerra.
No en vano la guerra es ahora la principal demanda del sector financiero. La guerra es el único escenario que puede garantizarle al capital, en la crónica deflación económica mundial, el crecimiento necesario para su sobrevivencia; pues sin crecimiento económico es imposible el capitalismo. Por eso nos encontramos en una nueva guerra fría, donde la paz resulta inútil para el restablecimiento de un mundo unipolar, con hegemonía absoluta del dólar.
Es en ese contexto que, las implicancias geopolíticas del no en Colombia, retrata una inclinación decidida, de parte de las elites, al patrón dólar. Su sobrevivencia implica la guerra, pues se trata no sólo de recuperar su supremacía geopolítica, descalabrada seriamente en Siria y Ucrania (y que, la captura de Mosul y Alepo, parece presagiar una guerra entre USA y Rusia, inevitablemente nuclear), o de reconquistar geoeconómicamente Eurasia (frenar la expansión de China e impedir el ascenso estratégico de Rusia), sino de reponer una condición ineludible del capitalismo: el sistema no lucha por algo particular sino por el todo. Por eso un mundo multipolar pone en jaque a la hegemonía del dólar y pone fecha de defunción a la globalización, que exportó el neoliberalismo a todo el planeta.
Sólo un equilibrio de poderes, en un mundo multipolar, con soberanía económica regionales, acabaría con las pretensiones monopólicas del ámbito financiero, centrado –desde el tratado de Bretton Woods, en 1944– en el dólar. La fallida última cruzada de Occidente, en el “gran Medio Oriente”, grafica el encono con que la prensa occidental trata a todo aquel que se opone a la “pax americana” (la suerte de Muammar al-Gaddafi se desea extensiva para Bachar al-Assad y Vladimir Putin). La misma estrategia que opera en Colombia antes del referéndum: exacerbar el odio, inflamar las mentiras, desviar la atención, forman parte del arsenal mediático de las guerras de cuarta generación.
Los analistas mediáticos se convierten en la infantería de esta guerra no convencional. Portavoces incautos de las elites, no ahorran esfuerzos en acudir a elucubraciones interpretativas que ven en el voto por el no un supuesto mensaje subliminal, que va desde un voto castigo a la clase política, hasta el rechazo de una paz negociada con las FARC. El famoso voto castigo afirma algo que no hace mella en la política habitual: la usual incredulidad en el sistema político no pasa de ser una nota folclórica. Lo segundo es propio de la mezquindad de la propia elite política, lo que significa no dejar otra opción a los guerrilleros que la guerra, pues no permitir su tránsito a la vida política significa su rendición incondicional, o sea, su muerte. La misma lógica imperial se impone localmente: los rebeldes al sistema no son seres humanos, ergo, no tienen derechos, o sea, no hay paz para ellos. La democracia es sólo posible para los que consiente el sistema, no para los expulsados de ésta.
Pero lo más grave es que democráticamente se generan las condiciones para imposibilitar una convivencia pacífica; eso se genera a partir de un ámbito cautivo por la propaganda mediática, retratado en la propia composición social del voto por el no: en los lugares donde se sufre la violencia, la apuesta por el sí es el mayoritario, mientras que el no vence en los lugares –sobre todo urbanos– donde la violencia es apenas un rumor televisivo. Es decir, quienes no sufren directamente la guerra, les niegan –“democráticamente”– a las víctimas la posibilidad de la paz.
Los institucionalistas no saben resolver esta aporía: cómo democráticamente se puede socavar la propia democracia. Para estos la democracia se reduce a un modelo de funcionamiento perfecto (o sea, divino), donde el voto, como única intromisión humana permitida, legitima un conjunto institucional que se impulsa gracias a un automatismo propio. No en vano este modelo, en USA, llama al gobierno “administración”. Un modelo perfecto sólo admite una administración eficiente. Este tipo de democracia, propia del neoliberalismo, es lo que se impone en nuestros países por la globalización del dólar. Lo que administra es la “perfecta subordinación” política del Estado a las necesidades del capital transnacional. Por eso se trata de un modelo institucional, porque se trata de someter la vida social, cultural y política de los pueblos al sistema globalizado del mercado capitalista (entonces lo divino es la “consagración institucional” de nuestros Estados al dios capital; en consecuencia, aquel institucionalismo no puede sino considerar, a las instituciones y a la ley –que hace posible este sometimiento–, como “sagradas”).
Por eso responde y se resiste, como sistema institucional, a toda experiencia política que pretenda democratizar, o sea, incluir, integrar y amplificar la vida política, sobre todo a los sectores populares (si el voto resume la esencia misma del modelo democrático, lo sucedido en Brasil es antidemocrático, pero el golpe constitucional se realiza democráticamente y, en nombre de la democracia, desconoce el voto popular). Entonces nos hallamos ante una paradoja, la democracia instituida no se funda en el voto popular, puede prescindir –como en Brasil– de éste. Pero lo más grave: se puede democráticamente votar en contra de todo aquello que hace posible la democracia. Y eso se demostró en Colombia: se puede votar en contra de la paz. Si esto es así, la validez democrática se hace inconsistente consigo misma. Esto es lo que delata una merma en la propia concepción que, de democracia, se ha ido constituyendo en nuestros países (incluso en gobiernos de izquierda).
Los análisis superficiales subrayan ciertos favores que, en los acuerdos, se les haría a las FARC; pero no se menciona, por ejemplo, las 10 millones de hectáreas que, en los acuerdos de paz, pasarían a ser devueltas a los campesinos expulsados de sus tierras. Más de la mitad de la tierra despojada es ahora propiedad de latifundistas, terratenientes y ganaderos provenientes del narcotráfico, grupos paramilitares, sicarios y militares (socios del poder político –extrema derecha y grupos empresariales– y únicos beneficiarios del crimen organizado), a quienes nada molesta más que oír hablar de los intentos de revertir la tierra a los campesinos desplazados o de compensar a las víctimas de guerra. Estos partidarios del no, son los mismos que boicotearon los acuerdos de paz de 1985. El expresidente Álvaro Uribe es su figura visible y la política que plantean, en su continuo boicot a la paz, es la rendición incondicional del otro bando: Dios ofrece perdón, el capital no (política anti-terrorista inaugurada después del auto-atentado a las torres gemelas, en New York).
La paz es el cese de la beligerancia y eso conduce a ceder, pero la derecha colombiana no cede un ápice (muestra de ello son los 7000 asesinatos de militantes de las FARC, en 1985, cuando se pretendía dejar las armas y hacer vida democrática mediante la Unión Patriótica, convertida en la tercera fuerza política). Por eso los acuerdos debían generar garantías, de lo contrario, en la vida civil, todos serían blancos expuestos.
Pero los acuerdos iban más allá de la simple legalización de las FARC. Además de la devolución de tierras, se proponía la autonomía para los campesinos, derechos de género en el agro, erradicación del trabajo infantil, reformas políticas orientadas a fortalecer la participación ciudadana, la fiscalización civil del poder, acceso a los medios de información, políticas de inclusión y reconciliación, sustitución y erradicación de cultivos de drogas, desmantelamiento de organizaciones de origen paramilitar, etc., etc.
No se trataba sólo de un acuerdo de cese de la guerra, sino de una insólita propuesta de transformación nacional; algo que muchos han señalado como una especie de “milagro del entendimiento y el diálogo”. Pero es precisamente este tipo de milagros políticos lo que no puede permitir la beligerancia de un sistema decadente que, para sobrevivir, no consiente otra opción que la extensividad del conflicto y la amplificación del “caos constructivo”, según la nomenclatura de las guerras de cuarta generación.
Lo que sucede en Colombia retrata la connivencia de las elites con la geopolítica del dólar en nuestro hemisferio. El “Plan Colombia” de exportación (como el “Plan Mérida”) es ahora la estrategia geopolítica de convertir a nuestros países en Estados fallidos. Que los debates, entre Clinton y Trump, no toquen el tema Latinoamérica, no desdice esta aseveración; pues la planificación que los think tanks gringos hacen de su política exterior, muestra hasta qué punto su backyard es sustancial para sus pretensiones hegemónicas.
La actualización más decidida de la doctrina Monroe está fuera de duda; lo cual supone estrangular toda posible integración regional y someter nuestras economías a los tratados comerciales impuestos por USA. La sobrevivencia del dólar está en juego, sobre todo con la promoción, de parte de China, del Banco de Inversiones de Infraestructura del Asia, y de la aceptación del FMI del yuan como divisa mundial. En medio de esta guerra financiera, la convivencia espuria y adúltera entre el dólar y las oligarquías latinoamericanas, muestra hasta qué punto se halla seriamente comprometido nuestro destino en la nueva fisonomía del tablero geopolítico global.
Las oligarquías locales (al son de la receta colombiana) se brindan a generar escenarios propicios para anidar caos y conflicto para, de ese modo, hacer legítimo un asalto decidido del dólar y una reposición definitiva de la hegemonía gringa (por lo menos continental), asegurando a Latinoamérica como el área inmediata de influencia gringa, frente a la más que posible expansión de China y Rusia hacia Occidente. USA se recompone a costa nuestra, usando toda la institucionalidad que ha creado el neoliberalismo para socavar la democracia en nuestros países. Balcanizar nuestra región ya no es impensable desde que el “gran Medio Oriente” se escapa de la influencia gringa y se inclina más hacia Rusia y China; con el aditamento del distanciamiento de Turquía y la recuperación estratégica de Irán en el contexto regional.
Frente al inminente desplome de la Unión Europea, después del “brexit”, que daría lugar al desmantelamiento de todo el sistema institucional, post segunda guerra mundial, que había sido creado para hacer de Europa un actor estratégico en la geopolítica mundial, Sudamérica podía haber aprovechado esa situación para promover una nueva arquitectura institucional económico-financiera, para descentrar definitivamente la economía mundial. Pero nuestros gobiernos de izquierda no supieron trascender su provinciana perspectiva histórico-política, todavía presa del siglo XX; su eurocentrismo no les permitió situarse, de modo original y novedoso, en esta transición civilizatoria del siglo XXI; la “colonialidad subjetivada” de sus líderes les hizo perder la gran oportunidad de constituirse en referentes de un cambio epocal.
La Alianza del Pacífico no triunfa sólo por cuenta propia, sino por la inoperatividad y falta de impulso decidido del ALBA; por confiar la estabilidad económica a la macroeconomía, se potenció al sector financiero y alternativas como un MERCOSUR más nuestro, dejaron de serlo; por ausencia de visión geopolítica multipolar, la UNASUR dejó de tener importancia regional. Ni Brasil supo estar a la altura de su condición de economía emergente y parte de los BRICS, para liderar una apuesta de independencia regional. El único lucido en esta historia fue el comandante Hugo Chávez, quien incluso, se puede decir, sacrificó la estabilidad de su propio país en aras de consolidar una integración hemisférica, no supeditada a la hegemonía imperial. Su lección era clara y coherente con su visión bolivariana: Sudamérica sólo será un actor estratégico, a nivel global, si su liberación es conjunta y unificada.
El concepto de “North-America ampliado”, propuesto por el Council of Foreign Relations, manifiesta la geopolítica de los “halcones” o neo-conservadores straussianos (muy cercanos a Hillary Clinton), donde se prioriza no sólo nuestros recursos en hidrocarburos para impulsar la hegemonía del dólar, sino también los acuíferos de la cuenca del Orinoco, el amazónico y el guaraní y toda la biodiversidad cautiva de los business (desde el turístico hasta el energético). Reponer la supremacía gringa en el hemisferio es sólo posible anulando geopolíticamente a Sudamérica.
Esto es lo que se advierte en la negativa a la paz por parte de la oligarquía colombiana. Es parte de la nueva estrategia geopolítica que propone el Pentágono para América latina. Mantenernos en conflicto es la mejor manera de control que pueda desplegarse en la región. Porque, además, la composición orgánica del capital que ostentan las nuevas elites tiene origen espurio, proveniente de actividades ilícitas, ligadas a la corrupción y al desfalco estatal, también del narcotráfico y del crimen organizado. Por eso se entiende el interés que manifiestan por la sobrevivencia del dólar. Toda la riqueza despojada de nuestros países se expresa, en los paraísos fiscales, en dólares (no es entonces de extrañar que los garantes impongan compromisos a sus clientes). Las actividades ilícitas son ahora el componente orgánico mayoritario en las finanzas mundiales, por eso no interesa la paz. Porque lo que se defiende no se nutre de lo que promueve la convivencia pacífica sino todo lo contrario.
A esto hay que añadir el hecho de que la acumulación de riqueza es cada vez más grosera y sucia, generando un socavamiento moral que atraviesa a la misma sociedad. Por eso no es rara la apuesta urbana por el no a la paz. Los gringos lo tienen muy claro: nuestra estabilidad, que es nuestro confort, lo debe pagar el tercer mundo. La paz es inútil en un mundo conquistado por el negocio hecho forma de vida; si lo útil es lo que genera ganancias, entonces todos nos hallamos en una guerra no declarada donde compiten las ganancias, entre la vida y la muerte de la humanidad y la naturaleza. La beligerancia militar no es más que el reflejo de un mundo en guerra.
La activación de la Cuarta Flota gringa tiene ahora una triangulación perfecta para el control de Sudamérica (Colombia, Perú y Chile garantizan el pacífico): a la base aérea de Alcántara, en el Estado norteño de Maranhão, en Brasil, hay que sumar ahora las Islas Malvinas, en el atlántico sur (ni Temer ni Macri dicen nada al respecto). Controlar los recursos estratégicos que sostendrían la reposición de la hegemonía gringa, requiere de la fuerza militar; si se balcaniza nuestra región, el desplazamiento bélico, bajo la nueva rótula de “ayuda humanitaria”, sería inmediato.
En ningún país la elite conservadora propone algo que no sea la reposición neoliberal (algo ya tan anacrónico en la propia Europa), lo que significa desmantelar el carácter social del Estado y cancelar todas las conquistas populares, lo que nos llevaría al conflicto y al caos; pero lo más preocupante es que los gobiernos de izquierda, si bien se declaran anti-neoliberales, no promueven un post-neoliberalismo y menos un post-capitalismo.
Atrapados en un socialismo de manual, insisten en ver al capitalismo como la etapa desarrollista previa para revolucionar las fuerza productivas. Esto hace que reafirmen un sistema normativo que es el corazón mismo de una economía que no puede ser otra cosa que lo que es. En este contexto, sólo los pueblos podrían redireccionar un fatídico desenlace y recuperar el horizonte popular que había desatado tanta esperanza en esta transición civilizatoria. No se trata sólo de declarar a Sudamérica un continente de paz. Si el “Plan Colombia” es la nueva fisonomía pensada para la región, oponerse a la guerra no puede ser sólo una cuestión declarativa. La misma democracia queda en entredicho cuando sus “mecanismos” sirven muy bien para socavar la propia vida en democracia. El neoliberalismo no sólo refundo nuestros Estados (para beneficio del capital transnacional) sino también transfiguró la democracia que habíamos recuperado. La propia cultura política que impuso (basada en la corrupción) es lo que imposibilita cambios estructurales. Si no es posible la vida, en justicia y dignidad, tampoco es posible la paz.