Deconstrucción y reinvención de la democracia nacional
Nuestra democracia ya no es la misma. Mucho menos se parece a aquella recuperada con tanto sacrificio y anhelo a inicios de los años 80, que nos devolvió la esperanza y los instrumentos de decisión usurpados. Tampoco es la de comienzos del nuevo siglo que, habiendo sido conquistada otra vez por la fuerza de la insurgencia y la rebeldía popular, abría las compuertas de la refundación del país, a tiempo de deshacerse y expulsar aquel poderoso señor, el neoliberalismo, que quiso enajenar el país entero. Es decir, ya no está aquella democracia que acercaba al país un poco más al ideal de ejercer en los hechos “el gobierno del pueblo” (demos; kratos).
Hoy, secuestrada y violada como está, ha perdido todos aquellos atributos que la hacían uno de los más preciados ideales buscados, para pasar a convertirse nada menos que en un pretexto y coartada para alcanzar y/o perpetuarse en el poder. Está secuestrada porque ha sido usurpada del dominio de la sociedad y el pueblo, para ponerla al servicio del poder y el gobierno circunstancial. Y está violada, porque ese mismo poder circunstancial delegado, se niega a cumplir y acatar la Constitución política del Estado, así como el expreso mandato soberano refrendado en referéndum nacional.
Sin libertades ni derechos, que también son sistemáticamente arrebatados y conculcados cotidianamente, la democracia ha sido usurpada a sus legítimos detentadores, el pueblo y la sociedad, para pasar a convertirse en un botín de élites, partidos y políticos que solo la usan como excusa para acceder o conservar el poder. El poder se convierte en sinónimo de democracia y la sociedad pasa a convertirse en su rehén.
Semejante mutación se ha urdido como resultado del secuestro paulatino pero sistemático de toda la institucionalidad del Estado. Con base en la cooptación, el clientelismo y la disponibilidad de los 2/3 en la Asamblea Legislativa, se han montado las condiciones para la concentración del poder en el gobierno, el mismo que ha servido para someter y poner a su servicio a los 4 poderes del Estado. Sin autonomía ni independencia de poderes, los pesos y contrapesos fueron rotos y se impuso la voluntad del Ejecutivo como única fuerza decisiva y decisoria sobre los asuntos del país y de todo el Estado. Así, la democracia es una cáscara vacía o, según se quiera ver, una cáscara llena únicamente de un poder omnímodo, que ejerce autoridad y mando a nombre de una mayoría, pero que en los hechos responde a la manipulación y los intereses minoritarios de la nueva élite en el poder. El país está a merced de una discrecionalidad abusiva.
En la otra parte del espectro, o lo que podría llamarse la otra cara de la medalla; es decir, la sociedad, el asunto tampoco es lo optimista que se pudiese desear.
Habida cuenta de tamaña deformación del Estado, la sociedad no ha logrado construir ni generar una fuerza de contrapeso de similar fuerza, que permita balancear y establecer las correlaciones de fuerza que eviten, compensen y, en su caso, derroten los impulsos autoritarios y las imposiciones arbitrarias. La oposición más numerosa se ha constituido sobre la base de los antiguos como derrotados sectores conservadores y neoliberales que quedaron. Ante la arrolladora fuerza emergente que se hizo gobierno y durante los 13 años que siguieron, no hubo la capacidad, la lucidez, ni la previsión de construir una fuerza independiente y alternativa al masismo oficialista, como a la derecha conservadora y neoliberal derrotada.
La oposición, esta oposición resultante, que en toda democracia con contrapesos debería jugar una rol fundamental para evitar la concentración del poder y contribuir al fortalecimiento de la participación social de la sociedad de tal manera que los gobiernos atiendan y resuelvan sus demandas y reinvindicaciones; en realidad ha preferido representar los intereses de grupos minoritarios, pero sobre todo la restauración de un proyecto político del pasado, con lo cual en vez de contribuir a un mejor ejercicio de la democracia y a una forma de gobierno que responda a los intereses y demandas nacionales, (bien común) solo contribuyó a su rechazo y el creciente repudio de la clase política. Por eso es que nunca logró captar el interés y el respaldo mayoritario de la población, inclusive ahora cuando sólo aspiran y se limitan a disputar el segundo lugar en la preferencia electoral.
Unos y otros, oficialistas y opositores electoreros, solo ven a la población y la democracia, como una oportunidad, una escalera, para retener o hacerse del poder y no como los sujetos responsables para mejorar, profundizar y perfeccionar la convivencia nacional y el quehacer político nacional, porque paradógicamente (tratándola como si fuese un anzuelo para captar adhesiones), la ofrecen como dádiva del gobierno, y como si fuese resultado de sus prodigiosa labor, y no como parte consustancial del ejercicio democrático de la sociedad.
Después de más de 13 años de gobierno, no solo parece haberse olvidado el significado y contenido de la democracia heredada, sino que tiende a normalizarse una sola forma de ejercer la democracia, y una sola forma de hacer gobierno. Se pierde la perspectiva lo mismo que la memoria, pero sobre todo la manera de ejercer la democracia. Peor aun cuando de por medio, cotidianamente, se han ido recortando, cercenando y mutilando los derechos, las libertades y el ejercicio pleno de la capacidad de decidir, que habiendo sido los principales instrumentos de profundización de la democracia para tener cada vez menos Estado y cada vez más sociedad y libertades, pasan a ser concesiones discrecionales de los detentadores circunstanciales del poder.
Al desencanto provocado por una gestión gubernamental de traición, imposturas y desperdicio, se sumó el rechazo contra la miope oposición conservadora que siempre demostró inoperancia, incapacidad y horizontes estrechos.
Qué duda cabe, la democracia se encuentra en terapia intensiva nuevamente. Para encontrar una salida pacífica, razonable, apegada a la ley, pero que sobre todo resguarde al país del riesgo de entrar en una espiral de violencia, conflictos y enfrentamientos, es claro que lo que corresponde legítima, constitucional y democráticamente, es que el binomio oficialista sea apartado de la papeleta electoral y no participe en las elecciones. Seguir en el mismo curso actual de la farsa electoral y la realización de unas elecciones viciadas de nulidad, lo único que contraería es una repulsa (probablemente violenta) de rechazo e impugnación a los resultados, sea que se produzca el triunfo en primera vuelta del binomio oficialista (que indudablemente será tildado de fraude), o sea que se produzca el triunfo de algún candidato opositor, que (también con mucha certeza), no reconocerá el oficialismo. La única manera de asegurar un tránsito pacífico, pero sobre todo que preserve la democracia y la convivencia pacífica entre bolivianos, es que antes de que se produzcan las elecciones, se produzca esta declinación indispensable que devolverá la tranquilidad perdida al país. Llegado a este punto, es claro que estamos hablando de una solución temporal, transitoria, que no toma en cuenta otros factores.
Ahora bien, más allá de las estrictas condiciones políticas y sociales que han puesto en terapia intensiva a la democracia, mal haríamos en concluir que su actual estado se debe exclusiva y únicamente a esos factores detallados anteriormente. Si bien la actual coyuntura democrática y la forma cómo está siendo ejercida nos ayuda a entender una buena parte del fenómeno y su crisis; no hay que olvidar que ésta no está exenta de lo que sucede con el sistema capitalista y el propio modelo económico. El mismo que ahora también está siendo profundamente interpelado por la crisis medio ambiental y climática que en nuestro caso ha adquirido el rostro dramático de la criminal quema e incendio inducidos de la Chiquitania. Es decir, capitalismo y democracia, al mismo tiempo están crisis y son interpelados.
Tratarlos como asuntos separados, inconexos y aislados sería equivocado, siendo que los hechos nos están mostrando que no solo existe una relación intrínseca entre ambos (porque a modelo económico ejercido le corresponde un tipo determinado de democracia), sino que tampoco sería responsable ni políticamente correcto, si es que quiere dárseles un trato diferenciado e independiente. Mucho menos que se pretenda atender y resolver el fondo del problema democrático (entraña una forma de organizar la sociedad y la manera de decidir y participar), sin hacerlo con la forma cómo nos relacionamos con la naturaleza y el modelo económico (hasta ahora salvajemente extractivista) que utilizamos para atender la demanda y las necesidades de nuestra sociedad.
Así como la relación que establecemos con la naturaleza organiza la sociedad y la economía de una forma determinada; así también esta relación no está al margen de lo que sucede con la democracia y la forma de ejercer la política, los derechos, la participación, el modo de decidir y el régimen de gobierno.
No hay que olvidar que la democracia es la hija predilecta y el símbolo emblemático del sistema liberal, capitalista, que hoy se encuentra en franca decadencia y crisis. Lo que suceda con el sistema capitalista, indudablemente ha de tener que afectar a la democracia. Y si se habla de cambiar y destruir el sistema, por qué tendríamos que omitir a la democracia?. Y si la democracia es parte del sistema, entonces acaso no deberíamos hablar también de la adopción de una nueva forma de relacionamiento Estado-sociedad alternativo, acorde a lo que sucede con la sustitución del sistema capitalista (¿?).
No es para nada casual que sean las contradicciones y conflictos inherentes al sistema capitalista los que hacen saltar a pedazos la institucionalidad democrática, poniéndola también en jaque. Cuando se producen rebeliones o conflictos que interpelan al sistema, también correlativamente se está interpelando a la democracia. Hay una relación de interdependencia clara.
Por de pronto y frente a todos los indicios que muestran la inviabilidad y factor destructivo del modelo salvajemente extractivista que está provocado todos los grandes desastres en la naturaleza y la vida; en el país no se puede cerrar los ojos al preanuncio de un nuevo periodo de tensiones que es previsible se vayan agudizando, hasta el momento en que se descubra que ya no se trata únicamente de un problema de alternabilidad y cambio de gobierno, sino que este tipo de regímenes ha llegado a su tope y les toca la hora de dar paso a una nueva fase, distinta, que es reclamada por las nuevas condiciones imperantes.
En tanto aquello suceda, que dadas las actuales condiciones será mucho más temprano de lo esperado, de hecho el país ha entrado en una fase de ascenso de masas en el que el descontento y la furia generalizada va creciendo, parece no ser lo más sensato seguir insistiendo en una vía electoral a todas luces plagada de vicios e imposiciones que no le auguran el mejor destino esperado.
Aún estamos a tiempo de evitar que la violencia y el enfrentamiento sean los cauces de solución frente al impasse generado por la tozuda intención de hacer prevalecer una intencionalidad prorroguista que está al margen de la ley, de la Constitución y de la democracia. La complicidad de la oposición electorera en este intento es inadmisible, puesto que siendo que debería jugar un rol dirimidor, en cambio ha preferido, como lo ha hecho durante 13 años, darse a la tarea de convalidarlo, aceptando ir a la farsa electoral, que adicionalmente está marcada por el fraude instalado paciente y sistemáticamente.
Es hora de que prime el bien común por encima de mezquinos intereses, y antes de que el desenlace sea peor que la enfermedad y la crisis de la democracia por disputas de poder nos conduzcan al desastre.
(*) Sociólogo, boliviano. Cochabamba. Bolivia. Septiembre 26 de 2019.