La Piel de la Filosofía
La Piel de la Filosofía
Raúl Prada Alcoreza
Este ensayo fue publicado incluso antes del 15 de abril del 2016, cuando volvió a ser publicado en wordpress. Ahora en pleno desborde de la pandemia, julio del 2020, volvemos a publicarlo, por su pertinencia y relación con la serie de reflexiones sobre el pensamiento propio.
Filosofía en Castellano
¿Cuál es el itinerario de la filosofía en lengua castellana? ¿Es propia o ajena? ¿Se puede hablar en este caso de historia de la filosofía? ¿No son, mas bien, relatos quebrados, transcursos no continuos del pensamiento? Distintas temporalidades, diferentes periodos, variadas épocas. Momentos en que irrumpe el pensamiento para averiguar el sentido del lapso que le tocó vivir; momentos de lucidez o de ofuscación, del preguntar, del buscar lo que se supone perdido. Para realizar este proyecto sobre la filosofía en castellano tendríamos que remontarnos a cierta antigüedad o, mas bien, a los umbrales de la antigüedad. A su horizonte crepuscular, cuando la antigüedad vislumbra su propia muerte, cuando el latín es interpelado por las lenguas populares, cuando la lengua de Dios, de la iglesia, de la verdad, de la filosofía, es fragmentada y dispersada, rearmada en función de adecuaciones regionales. El latín se actualiza en su propia diseminación. En la edad media se da lugar a invención del castellano, que pasa por la conformación de la lengua romance, la influencia del árabe y de los localismos; todo esto conservando la matriz heredada del latín.
Se puede decir que el castellano es un dialecto románico nacido en Castilla la Vieja. El castellano tuvo su cuna en Cantabria y en los pequeños condados dependientes del reino de León, entre ellos Castilla. Varias son las etapas que debe superar esta incipiente lengua romance para llegar a ser importante:
Se puede decir que la historia del castellano se inicia durante la Edad Media con las primeras manifestaciones de la lengua romance y finaliza al comenzar la Edad Moderna, pocos años antes del reinado de los Reyes Católicos. Esta larga etapa, de perfiles tan dispares, puede subdividirse en cinco etapas:
1) La edad Media que comprende:
- La época anónima que arranca de las discutidas jarchas muzárabes y alcanza su apogeo por la difusión oral que de la poesía épica hacen los juglares – mester de juglaría -, de quienes conservamos el Cantar de Mío Cid, y por la escuela erudita, preocupada por la regularidad métrica – mester de clerecía -: Berceo y los anónimos autores del Libro de Apolonio y el Libro de Alexandre.
- El Siglo XIV, en el que los autores son conscientes del valor de su literatura y de la importancia de su papel social como escritores: Arcipreste de Hita, don Juan Manuel, Canciller Pero López de Ayala. En esta época ya se deja notar el influjo renacentista italiano.
- Los dos primeros tercios del siglo XV, en los que se aprecia un intento de integración a las corrientes humanistas iniciadas en Italia por Petrarca. Sus autores, Juan de Mena, Marqués de Santillana, Arcipreste de Talavera, pueden considerarse como verdaderos prerrenacentistas por sus ansias de forjar un idioma que responda a las fórmulas latinas.
- El Renacimiento y época barroca, llamada Siglo de Oro. Sus inicios cabe situarlos durante el reinado de los Reyes Católicos (último tercio del siglo XV) con la aparición de un humanista, Lebrija; un poeta universal e intemporal, Jorge Manrique; un autor de teatro sustancialmente moderno, Juan del Encina; la primera narración caballeresca, Amadís de Gaula, y la indiscutible Celestina. El renacimiento se extiende a todo lo largo del siglo XVI. La primera mitad del siglo se caracteriza por su capacidad para incorporar las nuevas ideas, formas y técnicas italianizantes: Boscán, Gracilazo, Cetrina, Aldana, como poetas; los comediógrafos Gil Vicente, Torres Naharro y Lope de Rueda, y una corriente erasmista que no tendrá continuidad en la segunda mitad del siglo, como tampoco la tendrá el genial hallazgo del pícaro que el Lazarillo preludia. A la segunda época, calificada de cristiana, corresponde la nacionalización de las formas e ideología que habían aparecido durante el reinado de Carlos I, mantenidas ahora bajo las más estrictas directrices de la Contrarreforma; el misticismo y las llamadas escuelas salmantina y sevillana justificarían por sí solos el pomposo nombre de etapa “áurea”. Los últimos lustros del siglo XVI anuncian ya el barroco y en este periodo aparecen dos genios, Cervantes y Lope de Vega, creadores respectivamente de la novela y el teatro modernos. En el siglo XVII no sólo se llega a la total nacionalización de las formas y temas, sino que se establecen premisas literarias de validez universal. Surgen los movimientos conceptista y culteranista, se intensifica la producción teatral y se revitaliza la novela picaresca. La calidad de las letras del barroco se sustenta en los nombres de Quevedo, Góngora, Tirso, Alemán, Gracián, Calderón, sirviendo la fecha de la muerte de este último como punto final del Siglo de Oro español, ya que los años que restan para comenzar el siglo XVIII son de decadencia manifiesta.
- El siglo XVIII es una etapa ante la cual los eruditos adoptan por posturas muy contradictorias. El rasgo que lo definirá es el del afrancesamiento. Cronológicamente se lo puede calificar de siglo “corto” pues la implantación del neoclasicismo se retarda a causa de la persistencia del barroco; y cuando la Poética de Luzán está en disposición de recoger sus frutos, éstos se malogran por la aparición de los primeros brotes románticos.
- En el siglo XIX pueden separarse dos periodos: romanticismo y realismo-naturalismo, movimientos que tienen su fin al aparecer la generación del 98. El género literario sobre el que el romanticismo ejerce más preponderancia es el teatro: Martínez de Rosa, Rivas, Zorrilla; en poesía la obra de Espronceda responde a la inquietud romántica, pues el genial Bécquer no puede ser calificado como tal. Mucho más fructífera es la etapa realista-naturalista: Alarcón, Pereda, Valera, Clarín, Pardo Bazán, Galdós, Blasco Ibáñez, Palacio Valdés.
- La época contemporánea resulta difícilmente clasificable debido a los notables cambios que se han venido sucediendo. Responde, por lo general, a encasillamientos generacionales realizados con fortuna varia: modernismo (Villaespesa, Manuel Machado), generación del 98 (Unamuno, Azorín, Pío Baroja, Valle-Inclán, Antonio Machado), movimientos ambos que intentan la búsqueda de una forma de expresión ante el desprestigiado y caduco realismo; generación novecentista (Miró, Ortega, Gómez de la Serna); generación del 27 (Guillén, Salinas, Gerardo Diego, Cernuda, Lorca, Alberti), grupo este último eminentemente poético nacido al calor de Juan Ramón Jiménez. Miguel Hernández representa un momento de transición hacia una poesía más hondamente amorosa y social. Entre los autores de posguerra cabe señalar, en poesía, a Vivanco, Rosales, Celaya, Ridruejo, Otero; en prosa, a Sender, Aub, Ayala, Cela, Laforet, Delibes, Sánchez Ferlosio, Martín Santos, Goytisolo; en teatro, a Buero Vasllejo, Alfonso Sastre y Antonio Gala[1].
La conquista de lo que va nombrarse como Las Indias, continente colonizado, no sólo va implicar la subsunción de territorios, poblaciones, riquezas, sino también el atravesamiento de muchas lenguas en el espesor de las lenguas colonizadoras. No hablemos todavía de multiculturalidad o de interculturalidad sino de la proliferación barroca de bilingüismos, de estratificaciones innumerables de las lenguas concurrentes. Si se puede hablar así, el castellano vive no sólo la experiencia de su expansión sino también la experiencia de su articulación con las lenguas conquistadas y colonizadas. Una nueva invención del castellano se produce después de la conquista de América. Se hace sentir como quien dice la necesidad de unificación del imperio español; razones administrativas, ideológicas, comerciales, de intercambio y de comunicación preponderan como exigencia a la estandarización de la lengua. Sin embargo, frente a esta estrategia de unificación lingüística se desenvuelve la espontaneidad de la mutación de las lenguas. El castellano sufre el atravesamiento de las lenguas nativas, así mismo concurre otro tanto con las lenguas nativas respecto al castellano; son afectadas y padecen transformaciones parciales. El castellano es asumido como lengua dominante en un contexto cultural diverso enfrentándose a la recia resistencia perdurable de las lenguas nativas. Con el tiempo una cantidad abundante desaparece, quizás también con las etnias hablantes, pero otra cantidad, aunque menor, permanece, incluso algunas de ellas han logrado expandirse mediante la estrategia del bilingüismo. Después de la independencia, la conformación de las repúblicas, atravesando los avatares de la historia moderna, el castellano es la lengua más hablada en la geografía continental de las excolonias españolas.
La pregunta es: ¿Qué se ha hecho con el castellano en cuanto a filosofía se trata? Acaso la pregunta sea análoga a esta otra: ¿Cómo se piensa en castellano? Esta segunda pregunta equivale a considerar el castellano como una forma de pensamiento, no solamente como un sistema lingüístico y su proliferación hablada. Empero esta pregunta es insostenible, pues lo que se viene en llamar castellano está atravesado por la historia efectiva, por estratificaciones étnicas y de clase, por armaduras culturales, por mestizajes barrocos y sincretismos polimorfos, por épocas y periodos discontinuos. Estos substratos histórico-sociales son condiciones de posibilidad históricas de las formas de pensamiento; por lo tanto, no podríamos hablar de una forma de pensamiento, cuando el pensamiento está abierto a sus fracturas múltiples, contradicciones bullentes, sus escisiones subjetivas (inconsciente, conciencia), sus predisposiciones estéticas, éticas, pragmáticas, también racionales y fantásticas. Podemos ir más lejos y decir que la relación entre lenguaje y cuerpos nos traslada a un espesor de sedimentaciones móviles de múltiples niveles. La cópula indisociable de gesto y uso del lenguaje produce pensamientos. La pregunta tiene que transformarse: ¿Cómo se ha usado los castellanos en la producción de pensamientos? No se puede asimilar el pensamiento a la filosofía; esto es mucho más válido cuando se ha reducido la filosofía a un modelo académico, inventado en la modernidad. La historia de la filosofía ha escrito su relato inventándose la cuna de los griegos, reducidos a su vez a su arbitrariamente nombrado periodo clástico (Platón, Aristóteles). Esta historia clásica de la filosofía es una invención de la historia de la filosofía moderna. Se trata de los fantasmas griegos de la historia universal eurocéntrica. Tal procedimiento no hubiera sido posible sin contar con los dispositivos institucionales afincados en el mapa social.
¿Qué es la filosofía? ¿Amor a la verdad? ¿Amistad con la verdad? Amor y amistad desplegados reflexivamente. Pero, ¿qué es la verdad, un bien o la coincidencia con la estructura de los hechos? Un amor, una filiación, una amistad desplegadas reflexivamente respecto al bien, que es una ética; en cambio un amor, una filiación y una amistad desplegadas respecto a la estructura de los hechos es una ciencia descriptiva. Los perfiles de la filosofía pueden darse como ética o como ciencia, pero los trastornos de estos perfiles se dan desde los profundos despliegues de la estética. Saber de lo sensible, al mismo tiempo saber sensible, arte (techné) que pone en juego la sensibilidad. Por lo tanto, producción de sensaciones, de sentido. En la estética trascendental Emmanuel Kant concibe una intuición sensible como facultad subjetiva; esta intuición, esta capacidad de reunir la multiplicidad de las sensaciones, se vale de ciertas condiciones de posibilidad que hacen posible las formas de la sensibilidad. El espacio y el tiempo son a priori que dan forma a la experiencia de la exterioridad y a la experiencia de la interioridad. Los contenidos y las formas de la sensibilidad son construidos a partir de estas predisposiciones subjetivas, que son cavidades hendidas en el sujeto, cavidades receptivas de los fenómenos que hacen posible la experiencia, que aparece, desde esta perspectiva, como un devenir sentido. José Luis Pardo observa que esta estética trascendental plantea de entrada dos problemas: La anterioridad del sujeto y la originariedad del tiempo. ¿Cómo explicar la anterioridad del sujeto? ¿Cómo es que el tiempo es condición de posibilidad del espacio? El tiempo, como condición de posibilidad, es lo que da forma a la experiencia de la interioridad, empero esta experiencia supone la certeza de sí mismo, la sensación de sí mismo, la conciencia de sí mismo, lo que se viene a llamar desde Descartes el cogito, en otras palabras, supone un sujeto constituido. ¿Cómo puede estar constituido el sujeto si no ha sufrido la experiencia que le brinda su existencia? Para resolver el problema que plantea la premisa de la anterioridad del sujeto, José Luis Pardo plantea una inversión al kantismo, convertir al a priori del espacio en la condición de posibilidad del tiempo; esto quiere decir, convertir a las formas de la exterioridad en la condición de posibilidad de las formas de la interioridad. Es más, José Luis Pardo propone concebir a las formas de la interioridad como plegamientos en el sujeto de las formas de la exterioridad. Las formas de la interioridad vendrían a ser los repliegues de los pliegues y despliegues de las formas de la exterioridad. A esto llamamos la inversión del kantismo. La filosofía crítica y la crítica de la filosofía habría pasado por dos inversiones: La inversión del Platonismo (Kant, Nietzsche) y la inversión del Kantismo (Foucault, Deleuze, Derrida, Pardo).
Sin embargo, la conquista descubre una alteridad mayor, una otredad irreducible, una exterioridad más exterior, aquél que Europa va a llamar indio. Ver, sentir, percibir esta exterioridad asombrosa, esta alteridad absoluta, exige un pensamiento radical que convierta el avizoramiento en una comprensión abismal de la experiencia de la existencia. Se dio la experiencia, pero esta se vio interrumpida en su desenvolvimiento. El pensamiento fue bloqueado por un dogmatismo religioso y después por una ortodoxia cartesiana. La filosofía no abandonó sus matrices subjetivas; lo más avanzado que hizo es concebirlas como condiciones de posibilidad, pero de ningún modo se planteó la posibilidad de otra constitución de la subjetividad, salvo concebida como antropología de las sociedades primitivas. La irrupción del indio se ha hecho sentir en la estética y en la literatura, pero no en la filosofía. Esta experiencia radical no fue pensada. La crítica de Emmanuel Lévinas no deja de abordar la otredad desde una perspectiva ética. Son los valores morales cristianos los que son llevados a sus últimas consecuencias para tratar de interpretar la alteridad histórica. El indigenismo latente de Lévinas sigue dentro del horizonte de culpabilidad diseñado por Bartolomé de las casas.
Pero, ¿qué es pensar la experiencia radical de la indianización de la alteridad? No es por cierto el discurso indianista. El discurso indianista no es filosofía sino política, interpelación política. Lo que hace falta es abolir las certezas de un cogito constituido sobre la base de sus dominaciones. La apertura a la alteridad, al reconocimiento del Otro, no se desenvuelve en el recorrido infinito de una aproximación distantemente ideal, sino en el reconocimiento del origen violento de esa experiencia radical que es el colonialismo. Este reconocimiento exige pensar el dramatismo de la sensibilidad afectada, por lo tanto, también, alternativamente, la posibilidad encubierta de una no-violencia en la visibilización de la exterioridad desmesurada, la alteridad absoluta, la posibilidad misma del goce de la aventura que rompe la rutina y la continuidad de las representaciones. Esto significa fundar una nueva aesthesis. La descolonización de todos, incluso de los colonizadores, pasa por este retorno al momento inicial de la modernidad, desandar el camino, enfrentarse a la violencia inicial con el otro comienzo inhibido, la de la no- violencia, la del placer y la poiesis. Llamemos a esto compartir la diferencia, no abolirla.
Gilles Deleuze: Despliegues teóricos
Vamos a interpretar la obra de Gilles Deleuze, en sus distintas etapas, que vienen más o menos desde Diferencia y Repetición hasta Mil Mesetas, pasando por un conjunto de disertaciones, seminarios, clases diseminadas a lo largo de su vida académica. Podemos distinguir sus trabajos de interpretación de autores, entre los que sobresalen sus magníficos trabajos sobre Spinoza, Leibniz y Nietzsche. De ninguna manera desmerecemos la interpretación de la filosofía de Henry Bergson, tampoco su seguimiento del empirismo, particularmente centrado en la interpretación del psicologismo empirista de Hume, ni mucho menos otros trabajos de índole comparativo, como la comparación entre Leibniz y Whitehead, que correspoinden a sus clases de filosofía. Podemos diferenciar su fase interpretativa de sus etapas de producción propia. En este caso hay como una unidad y secuencia entre Diferencia y Repetición y Lógica del Sentido. Por otra parte, están sus investigaciones sobre cine, movimiento e imagen, que podemos entender que se trata de reflexiones sobre el movimiento y la transfiguración. Posteriormente, en una etapa de trabajo conjunto con Félix Guattari tenemos dos monumentales trabajos sobre Capitalismo y Esquizofrenia, el primero intitulado el AntiEdipo y el segundo Mil Mesetas. Su prolífica obra no acaba aquí, ni mucho menos, aparte de todo esto están sus entrevistas, diálogos y conversaciones. Esta clasificación que no necesariamente se tiene que tomar linealmente configura la rica, compleja e intempestiva obra de un crítico y filósofo crítico, que nunca ha dejado de actuar intelectualmente contra las formas del poder, del saber y del sentido.
Gilles Deleuze nace en 1925, vive su vida para dejarnos setenta años después voluntariamente, obligado por la afección de una enfermedad pulmonar irreversible. En 1953 publica Empirismo y Subjetividad, se puede decir que se trata de un trabajo monográfico de interpretación de la obra de Hume. Nueve años más tarde publica su interpretación filosófica de la intempestiva crítica de Nietzsche, Nietzsche y la filosofía. Después siguen otros trabajos monográficos: Proust y los Signos (1964), El Bergsonismo (1966), Spinoza y el Problema de la Expresión (1969). Un año antes (1968), en plena revuelta estudiantil y, porque no decirlo, obrera, inicia una etapa de producción propia con la publicación de Diferencia y Repetición, resultado de su tesis doctoral, si bien no deja del todo la interpretación y la monografía, pues aparecen textos como Foucault en 1986, la sugerente interpretación del querido amigo filósofo e investigador crítico, autor polémico Michel Foucault, después viene El Pliegue en 1988, dedicado al análisis del pensamiento barroco en Leibniz, el mismo año aparece Périclès et Verdi, sobre la filosofía de François Châtelet. A Diferencia y Repetición le sigue la publicación de Lógica del Sentido (1969). Se podría decir que estos dos trabajos son consecutivos, en Diferencia y Repetición se retoma la monumental tarea dejada por Nietzsche de la inversión del platonismo, Lógica del Sentido continúa esta tarea mediante una lúcida discusión sobre el estatuto del sentido y el sinsentido, buscando elucidar la emergencia del acontecimiento. Con la publicación compartida con Félix Guattari de los dos tomos de Capitalismo y Esquizofrenia, El Anti-Edipo, (1972) y Mil Mesetas (1980) se podría decir que Gilles Deleuze da lugar a la etapa que me gustaría llamar del pensamiento nómada. Esquizoanálisis e inversión del platonismo se combinan en una poderosa producción rizomática que invade con recorridos nómadas los espacios estriados de la tradición filosófica y epistemológica.
¿Pos-filosofía?
¿Se ha clausurado el ciclo largo de la filosofía? ¿Se ha iniciado otro ciclo, el que podemos llamar, provisionalmente, de la pos-filosofía? No lo sabemos, depende de la perspectiva desde donde se responda a las preguntas. Si consideráramos que se ha clausurado el ciclo de la filosofía, que el último filosofo fue Hegel, desde un enfoque más ortodoxo, o que el último filosofo crepuscular fue Heidegger, desde una perspectiva, mas bien, dramática, entonces, habríamos ingresado a la disolución de la episteme moderna y a los recorridos, en construcción, de la episteme compleja, relativa a la perspectiva compleja o, si se quiere, del pensamiento complejo. En este sentido, lo que viene, incluso desde Edmund Husserl, corresponde a la formación del pensamiento complejo, retomando distintas fuentes de este acontecimiento. Uno de los referentes de las teorías nómadas es Gilles Deleuze, otro de estos referentes es Jacques Derrida. Obviamente, en un contexto no solo filosófico, por así decirlo, pues incursiona removiendo la investigación histórica, se encuentra Michel Foucault, que también hace de referente de lo que hemos nombrado como teorías nómadas. En lo que sigue, vamos a considerar los recorridos fluyentes de esta teoría nómada.
Diferencia y Repetición
Una primera pregunta que uno se puede hacer al leer los trabajos de Gilles Deleuze es: ¿Por qué esa obsecuencia en distinguir identidad y diferencia? ¿No son acaso dos términos que expresan la homogeneidad, por un lado, y la heterogeneidad, por otro? Pero, de qué homogeneidad y de qué heterogeneidad estamos hablando. Diremos del mundo, para no complicarnos con hablar de realidad. Por lo tanto, diremos de lo que sucede en el mundo, de lo que conforma y constituye el mundo. Aunque este mundo es una unidad construida, el horizonte mayor de nuestra morada y todos sus alrededores, incluyendo los más lejanos, las galaxias y los agujeros negros. Pero, también podemos tomar al mundo como acontecimiento. Acontecimiento fundamental, condición de posibilidad de todo acontecimiento. Se puede hacer esto, hablar de la identidad y diferencia en el mundo, sin embargo, no habríamos salido de la clasificación, de lo que Castoriadis llama conjuntistaidentitaria, es decir, de la analítica fundada por Aristóteles. Cuando se ponen en discusión estos conceptos se habla, en realidad de otra cosa. Se pone en cuestión la conciencia que sostiene la identidad, las identidades y las identificaciones. Este poner en cuestión se lo hace desde la experiencia radical de la diferencia. Pero, qué quiere decir diferencia, fuera de separación, diferimiento, distinción, diversidad, heterogeneidad, alteridad. Para Deleuze diferencia es pliegue, en un sentido parecido al uso que hacen Heidegger y Merleau-Ponty. El pliegue en Heidegger indica la diferencia entre ser y ente. MerleauPonty usa para describir los pliegues de la fenomenología de la percepción. La connotación en Deleuze radica en la multiplicidad, en el acontecimiento como multiplicidad de singularidades. Diferencia tomada como devenir, ser del devenir, eterno retorno de la diferencia. Este es el acontecimiento, que es lo mismo que ser, que es lo mismo que devenir.
Otra pregunta: ¿En medio de esta experiencia radical de la diferencia se encuentra el sujeto? Podríamos que decir que no, pues la crítica a la filosofía de la identidad supone también la crítica a la concepción del sujeto. ¿Pero, cómo podríamos hablar de experiencia sin la incumbencia del sujeto? En todo caso debemos aclararnos de qué hablamos cuando nos referimos al sujeto o, mejor aún, que alteración se produce en la consideración sobre el sujeto a partir de la diferencia. Si el ser es devenir, el sujeto es … ¿repetición? El lugar que ocupaba el sujeto cartesiano (cogito), el lugar que ocupaba el sujeto hegeliano (conciencia desgarrada), lo ocupa ahora la intuición volitiva del acontecimiento. ¿Este es un sujeto? ¿Esta mismidad es sujeto o estamos ante una producción imaginaria de la alteridad? Aparentemente nos movemos en una proliferación tautológica de lo mismo. Pero, no es así. Ya Heidegger se encargó de mostrar que la igualdad no cubre lo mismo. Esta sutil diferencia entre igual y mismo es la que remarca Jacques Derrida. Estas imperceptibles diferencias son las que alumbran intersticios indetectables que develan la grandeza de los márgenes.
Hablemos entonces, como Michel Foucault, de distintas posiciones del sujeto, de un recorrido de la subjetividad. Lo que hay es una cavidad, una caverna, un espesor, tanto receptivo como espontáneo que es afectada y afecta, que sufre y goza de la experiencia de la diferencia. Esta composición subjetiva es tanto intersubjetiva como infrasubjetiva, es la imaginación y lo imaginario que construyen sentido y mundo. Para Castoriadis se trata de un sujeto histórico y social, pero, para Deleuze, en tanto que no hay sujeto, estamos ante un cuerpo y sus metamorfosis. El cuerpo entonces ocupa el lugar del sujeto. El cuerpo contenido por órganos, el cuerpo vacío, sin órganos. El cuerpo constituido por pliegues, es decir, por despliegues y repliegues, por la producción de pliegues. Dobleces, rugosidades, ondulaciones, movimientos, ritmos, ondulaciones. El cuerpo, espacio de inscripción, pero también espesor de estratificaciones, sedimentaciones y remociones con fuertes trastrocamientos. Sólo así podemos dar cuenta de la experiencia radical, de la experiencia que recoge sus pliegues.
¿Qué es lo que está en cuestión cuando se hace referencia a los pliegues? La multiplicidad. ¿Se puede acaso hablar del ser de la multiplicidad? ¿Acaso hay un ser de las múltiples singularidades? ¿No son, mas bien, formas, la forma de los pliegues? Este ser, en todo caso sería barroco. La materia se recoge sobre sí misma, se arruga, se repliega. Entre dos pliegues siempre hay un despliegue. Estos tres niveles mezclados producen un repliegue. La materia-pliegue es una materia-tiempo, en la que los fenómenos son como la descarga continua de una infinidad de arcabuces de viento[2].
No estamos ante una multiplicidad de singularidades aisladas, sino en movimiento y mezcladas. Forman materia, constituyen contenidos, afectan, de tal manera que cavan en la intimidad inventando el tiempo. Retienen los eventos en ese espesor virtual que llamamos subjetividad. Constituyen la memoria, más bien los pliegues de la memoria, su laberinto, las cavernas hendidas en los socavones de los repliegues.
Imaginarios Colectivos
¿Qué se entiende por imaginario? ¿Es que puede darse algo en la sociedad que no tenga sentido? Incluso el sin-sentido forma parte de los despliegues del sentido. En el límite, en el abismo, el sin-sentido es una forma de sentido, aunque este sea, en uno de sus casos, absurdo. Lo mismo se puede decir del contrasentido. Algo parecido, sólo que, de manera más extrema, pasa con las paradojas y las aporías. Aunque también podemos invertir el análisis y decir que el sentido sigue siendo abismo, ausencia absoluta, sin-sentido en uno de sus repliegues, quizás en alguno de sus pliegues virtuales, ilusoriamente central. ¿Pero, cuando hablamos de sentido a qué nos referimos? ¿A cada una de las funciones de la percepción? ¿O, por el contrario, al entendimiento, al significado dado por la razón? Quizás a ambas experiencias constitutivas de la subjetividad, sin embargo, todo esto apunta a algo más fuerte, a la experiencia originaria del sujeto. El sujeto no es nada sino sentido, experiencia del sentido, en todos sus recorridos y despliegues, en toda la arqueología de las sensaciones, en toda la genealogía de los sentimientos, en toda la inmanencia de los significados. ¿Pero, que tiene que ver todo esto con la imagen? Esto es, con la experiencia de la mirada. La imagen está asociada a la visión, aunque esta sea ciega. Ver, contemplar, es el significado primerizo de la teoría. Pero, la visión no puede ser sólo mirada salvaje, originaria mirada retenida para siempre como huella. La visión es fijada, retenida, pero no para ser mantenida, sino para ser repetida; se trata de la huella que es trabajada. Huella a la que se vuelve una y otra vez, para volver a imprimir en ella, para cultivar en este hueco el murmullo de los recorridos. La instauración de la memoria tiene que ver con esta repetición. ¿Qué sería de la imagen sin la imaginación? Esta facultad originaria, enclavada en las profundidades del cuerpo. Secreto biológico, pero también de la intimidad recóndita de las entrañas de la materia, que no son otra cosa que los órganos del vacío. Podemos decir entonces que el sentido deviene por la imaginación, en cambio la imaginación es lo más originario del sujeto.
Institución e imaginación
Después del psicoanálisis, contando con el desarrollo teórico y clínico efectuado primordialmente por Sigmund Freud y desplegado notoriamente en sus consecuencias simbólicas y lingüísticas por Jacques Lacan, no puede ser del todo un enigma la relación entre subjetividad y sociabilidad. Se puede decir sin correr muchos riesgos que la subjetividad es una construcción social y que la sociedad es una invención de la subjetividad. La sociedad es una institución imaginaria. Cuando Cornelius Castoriadis escribe sobre la Institución Imaginaria de la Sociedad[3], reestablece el eslabón perdido entre sujeto y sociedad. Este eslabón perdido se halla en las huellas del inconsciente. La historia subjetiva del sujeto arranca como fantasía. El nacimiento da lugar a un cuerpo y en ese cuerpo a una mónada psíquica. En realidad, la mónada psíquica es la vida del cuerpo; una vida que está fundamentada en el principio de placer. El cuerpo del recién nacido, que todavía no es representado como cuerpo, que no cuenta con esa separación entre sensibilidad y exterioridad, cuerpo omnipresente, que concibe que todo es el mismo, se vive como único. El cuerpo del recién nacido es Dios, goza de su omnipotencia de modo inmediato. Todo lo abarca y es intemporal. La imaginación del recién nacido se instaura como continuidad suprema, su boca y el pecho de la madre son lo mismo, forman una continuidad corporal, mejor dicho, forman parte de una intensidad indiferenciada. De alguna manera se puede decir que esta vivencia primordial es inmediatamente goce e imaginación. La fantasía de la subjetividad originaria, del sentirse a sí mismo como todo, consiste precisamente en ese acontecimiento originario: la creación del mundo a partir de esta mismidad ensimismada, la creación del mundo a partir de las pulsiones iniciales. El mundo es uno mismo: una fantasía. La realidad viene después, con la pérdida del objeto del goce, con la separación, cuando falta el pecho de la madre. La realidad aparece de manera negativa, como ausencia, que es el otro nombre del fantasma. La realidad es el vacío, lugar, todo, donde está lo que no está, lo que falta. En este sentido la realidad es imaginación pura en tanto que deseo. La realidad es aquello que me falta, por lo tanto, aparece esencialmente como representación originaria. La realidad aparece como producto de la una escisión inaugural; por lo tanto, aparece dolorosamente, es el lugar del displacer. La realidad es aquello de donde debemos escapar; ella nos obliga a retornar a la fantasía primordial o a recuperar lo que se ha perdido. Pero, esto es imposible. Una vez que se ha dado lugar la escisión es imposible retornar. Para este segundo sujeto, constituido por el dolor, lo real es imposible. Estamos ante un sujeto que se constituye contra la realidad. Sigue siendo el principio de placer el impulso primordial. El principio de realidad no se instituye hasta después, socialmente, cuando aparecen las figuras y significaciones constituidas por la institución familiar: la madre y el padre. Pero este principio de realidad no es más que una derivación del principio del placer, pues el tercer sujeto, instituido socialmente, no ha renunciado al principio del placer; al contrario, se ha acrecentado el deseo. El sujeto social tiene como finalidad realizar el deseo. Pero, el deseo es deseo de lo que falta, mejor dicho, es deseo de retornar al estado primario cuando todo era uno. Esta añoranza de la época de oro no sólo es una predisposición afectiva, sino que supone la constitución de la memoria primera, un retorno sobre los registros, las huellas, las marcas de las experiencias iniciales. Para que esta memoria primera se constituya han tenido que darse los primeros pliegues de la subjetividad, han tenido que trabajarse estos pliegues de una determinada manera, han tenido que convertirse en territorios eróticos, en zonas erógenas, en huellas y recorridos susceptibles de transfiguración, en formas que dan lugar a composiciones figurativas densas, cuya configuración es interpretable analógicamente. Esta memoria primera deriva en otras memorias; se producen los despliegues, las recomposiciones, nuevas combinaciones y transmutaciones. La memoria no sólo registra experiencias, sino que incorpora al lenguaje y al hacerlo amplia inconmensurablemente sus posibilidades de registro. Cuando ocurre esto estamos ante un sujeto que ha construido una realidad de horizontes amplios, en constante expansión, dentro de los cuales el espacio social está plagado de instituciones. Desde la perspectiva del sujeto las instituciones vienen a ser dispositivos imaginarios que mensuran el distanciamiento del objeto deseado, índices, indicadores, estructuras significativas que cartografían el deseo, proliferan la falta, la multiplican, dando lugar como a una multiplicidad de faltas. Las instituciones también mediatizan la relación con el goce a través de la oferta de una gama de satisfacciones parciales. La realidad que es imposible, que es el territorio del deseo, que es el lugar donde se encuentra lo que falta, termina haciéndose compleja, por esto mismo inalcanzable. El sujeto termina absorbido por una imaginación exuberante, por una fantasía abigarrada, termina tragado en esa realidad imposible. El sujeto termina perdiéndose, se convierte en el sujeto de otra perdida, esta vez de sí mismo.
Resumiendo, podemos decir que la constitución de la subjetividad supone el ámbito institucional de la sociedad. A su vez la sociedad seria inverosímil sin la institución imaginaria por parte del sujeto. El sujeto en su búsqueda descarga la libido, sublima su energía psíquica hacia productos socializados, produce efectos sociales, puede en determinados casos transformar las instituciones, incluso el ámbito institucional, la sociedad misma. Pero, tampoco con todas estas realizaciones encuentra el cumplimiento del deseo, pues esta finalidad es utópica.
La institución imaginaria de sociedad
Tres palabras son aquí importantísimas: institución, imaginario y sociedad. ¿Qué quiere decir Cornelius Castoriadis con ellas? Diremos que con las significaciones que ellas expresan se quiere pensar los substratos constituyentes de la sociedad, el magma de significaciones de lo que está constituido lo histórico social. Este magma de significaciones bulle en un contexto social instituido por el imaginario social. Pero, ¿qué se entiende por imaginario? Castoriadis nos dice que el imaginario no puede ser sino social, se trata precisamente del magma de significaciones. Lo imaginario pasa por la constitución de las significaciones y la constitución de sujetos, quienes no podrían constituirse sino constituyendo esas significaciones, que a su vez los constituyen. El sujeto supone un mundo con sentido, es de alguna manera esa constelación de sentido que le atribuye al mundo. Esto quiere decir que el sujeto se encuentra constituido socialmente. Empero esta constitución no puede pensarse sino como historicidad, es decir como alteridad, transformación de lo instituido por lo instituyente. Castoriadis dice que toda sociedad existe gracias a la institución del mundo como mundo o de su mundo como el mundo, y gracias a la institución de la misma como parte de ese mundo[4].
Esta institución del mundo tiene como componente esencial a la institución social del tiempo, ambas instituciones dependen de la institución misma de la sociedad. Mundo, tiempo y sociedad se constituyen recíprocamente, sólo que lo hacen en distintos estratos magmáticos. El mundo como constelación de sentidos define un horizonte, éste umbral hace a sus límites o delimitaciones, el mundo aparece como representación y unidad. El tiempo no sólo supone una concepción instituida del mismo sino también la conformación de una memoria, de una manera de repetir, pero sobre todo de diferenciar. El pensamiento de lo histórico exige una ruptura con la filosofía heredada, pues requiere pensar la diferencia ontológica, diferencia como espesor, diferencia entre el ser y el no ser, que también es. Esta diferencia del ser y el no ser, exige pensar la potencia de esta diferencia como creación. La imaginación es creación. La radicalidad de la interpretación de Castoriadis radica en tomar a la imaginación como recurso primordial – por no decir, categoría fundamental – del pensamiento y de la constitución social. Haciendo paráfrasis a Kant podemos decir que el ser humano tiene como condición de posibilidad originaria, vale decir como facultad integrante esencial a la imaginación. Entendamos a la imaginación como la creación de formas ex nihilo. Esta creación de formas es pues, en pleno sentido de la palabra, transformación, que a su vez trabaja contenidos para darles forma. Este contenido debe ser tomado por lo menos en dos acepciones, como contenidos sentidos, significaciones, pero también como contenidos de apoyo natural, materia. La transformación, que podemos tomar como pensamiento, en su sentido más completo, recorre la transfiguración de significados y la transmutación material, mediante la techné.
Volviendo al sentido histórico social de la institución de la sociedad, Castoriadis dice:
En efecto, “antes” de ser institución explícita del tiempo – posición de referencias y de medidas, constitución de un tiempo identidario inmerso en un magma de significaciones imaginarias e instituido, también el como tiempo imaginario -, la sociedad es institución de una temporalidad “implícita” a la que da existencia con su existencia y a la que, al existir, da existencia: y esta institución es imposible, tanto desde un punto de vista formal como desde el material, sin una institución explícita del tiempo[5].
Podemos sacar una consecuencia de todo esto: lo social es invención de la temporalidad. Esta invención de la temporalidad comprende la vivencia inmanente del tiempo, vale decir la vivencia instituida del tiempo, así como también el recurso a las representaciones del tiempo, la vivencia trascendente del tiempo.
Una reflexión retrospectiva
Lo más Profundo es la Piel
Francisco Thaine Prada, mi primo, expresaba en su forma de hablar, sobre todo en la manera de usar el habla para reflexionar, inteligencia. Eso me gustaba, me atraía el hecho de que se pueda transmitir ironía y construir deducciones por medio del lenguaje. Descubría que el discurso daba lugar a algo más que un intercambio de información, el desprendimiento de las chanzas habituales entre amigos; no sólo se podía nombrar y significar las cosas y las relaciones, sino también y sobre todo el discurso podía convertirse en un rayo que ilumina en la penumbra. Las charlas adquirían las formas diáfanas de revisiones de autores, de corrientes filosóficas, literarias, críticas. Creo que esta experiencia dialogal puede tomarse como una de las primeras lecciones de filosofía. El primo estudiaba matemáticas en la universidad, por esta razón mis papás habían visto por conveniente tomarlo como profesor de matemáticas. Nos enseñaba a mí y a mi hermano lo que se llamaba entonces matemática moderna, es decir, teoría de conjuntos. El primo continuo sus estudios de matemáticas, después de terminar su licenciatura, viajó a Campinas para hacer su doctorado; tengo entendido que ya ha terminado su postdoctor en matemáticas. Sin embargo, su formación matemática fue fuertemente acompañada por lecturas filosóficas. Para sorpresa de sus amigos, leía más filosofía que estudiar matemáticas, aunque tenía fama de ser un gran algebrista. Francisco decía que la filosofía era el mejor apoyo para una formación matemática. Recuerdo su apego a Arthur Shopenhauer, también a Kierkegaard y Sastre; tenía especial inclinación por los existencialistas. A mí me atrajo Jean Paul Sastre, mis lecturas dejan constancia de esto en las entrañables veladas filosóficas. Hace tiempo que no veo al primo, salvo uno que otro esporádico encuentro, uno en Cochabamba y otro en La Paz. Con el tiempo creo que soy yo el que ha continuado con esta herencia griega, con estos devaneos discursivos de la reflexión, con lo que Emmanuel Kant llama las antinomias de la razón. La filosofía se ha convertido en una acompañante acuciosa en mi vida. Esto es tan cierto que, como decía mi primo, apreciando las consecuencias que tenían en mí las tertulias y las lecturas filosóficas, aunque también literarias, yo llevaba a extremo las ideas, quería siempre llevarlas a la práctica. Recordando este asombro, evaluando este radicalismo filosófico, lo que podría llamar, esta dialéctica existencial, que quería hacer vida de la filosofía, no estoy del todo seguro si, mas bien, confundía la trama de los textos con las estructuras existenciales de la realidad. Tampoco estoy del todo seguro si lo sigo haciendo. Aunque pasados los años creo que soy mas bien crítico respecto a la validez inmediata de las teorías. Sin embargo, de ninguna manera me puedo considerar un escéptico pues sigo creyendo en las posibilidades de las utopías. En todo caso, independientemente del cambio de mi relación respecto a las teorías, no he dejado de ser seducido por la escritura de los textos, por lo que podría llamar, sin hacer ninguna analogía al libro de Ludwig Wittgenstein, gramática filosófica. Gramática precisamente por la escritura, por el espacio de la escritura. Alguna vez he hablado de espaciamiento de la huella[6]. Creo que tengo varios ensayos sobre el tema, el más conocido es Territorialidad, donde recojo la fenomenología de los espacios como geología de los pliegues.
Las lecturas filosóficas fueron importantes, pero, a decir verdad, remontándonos en el tiempo, antes que la filosofía me atrajo la literatura. Recuerdo el impacto sobrecogedor que me causaban las novelas de Fedor Dostoyewsky; de todas ellas creo que los Hermanos Karamasov es la que dejó una huella honda, también El Idiota, El Jugador, Crimen y Castigo. El drama de los personajes me conmovía profundamente. Estas lecturas me impulsaron a ver la película rusa Crimen y Castigo, de la que goce de una manera indecible. No se me olvida el lánguido actor que representaba al estudiante, tampoco el robusto y acucioso inspector, que terminaba torturando psicológicamente al sospechoso del crimen. El cine me mostró abiertamente las grandes posibilidades de la expresión plástica, Crimen y Castigo no solamente era la vivencia imaginativa de la trama escrita, sino también la presencia visual del drama. No sé cuántas veces leí Crimen y Castigo, seguramente aguijoneado por las impresiones de la película. Recuerdo que tenía un ejemplar de la novela en el internado de Santiago de Chiquitos. Prefería no ir a clases para leer el libro. También por esa época trataba de comprender Los Pasos Perdidos de Alejo Carpentier; recuerdo que la lectura era difícil. A pesar de haberla acabado, no creo haberla totalizado en el sentido de su incorporación plena a la hermenéutica personal. Me parece que la interpretación se hacía dificultosa por las complejas referencias eruditas que contenía el libro. Sin embargo, me quedaron rasgos sueltos de la novela, escenas marcadas por su impronta solitaria, por ejemplo, se me viene a la mente un desenlace de deterioro amoroso en la atmósfera candente del trópico amazónico. El montaje de esta parte del relato tiene que ver con la contraposición entre costumbres detenidas en la algarabía medieval y comportamientos modernos; la escena estaba dramatizada por la oposición entre una joven mujer provinciana que leía Genoveva de Brabante y otra mujer, mas bien, cosmética, llena de conducta e indumentaria modernas. Los aires intelectuales de la mujer mundana contrastaban en pleno con la espontaneidad natural heredada de las tradiciones de la provinciana. Como era de esperar, el protagonista, amante de la intelectual, desazonado, demolido e interpelado en su seguridad civilizada, afectado por los flujos tropicales, se enamora de la amazona lectora de Genoveva de Brabante. Estas mutaciones pasionales que sufre el personaje se dan en un viaje a un lugar recóndito de la Amazonia venezolana. Ahora que recuerdo Los Pasos Perdidos, creo que Carpentier construye una metáfora arcaica, una búsqueda de tiempos perdidos, valores y perfiles humanos que pertenecen a un pasado puro, trascendente, un pasado que nunca hubo, pero que se encuentra presente en el imaginario social, en olvidados pueblos a los que se llegan por caminos polvorientos, por infinitos vahos y meandros de inmensos ríos. Este pasado trascendente se encuentra en la anacrónica lectura de Genoveva de Brabante, en la candente cabellera de una mágica mujer que no usa cosméticos, en el recuerdo nostálgico de ese viaje por el tiempo, y sobre todo en los pasos perdidos. Una vez borrada la huella no se podrá volver, desandar el camino. Se trata de una utopía histórica que tiende a convertirse en mito. Forma parte de la fuerza de arquitecturas antiguas, de fachadas duraderas, de armonías musicales clásicas, pero también se trata de la fuerza de los cuerpos, de las rebeliones latentes. Los huéspedes del hotel se quedan sorprendidos cuando el personal que los atiende entra de pronto en huelga, dejándolos a su propia suerte. Tanto la huelga de los mozos del hotel, donde se aloja la delegación, en los bordes mismos de la civilización, antes de penetrar a la selva, como el encuentro con el poblado perdido de una tribu amazónica, son hitos en el proceso de transvaloración de los personajes. Aunque el valor supremo de lo que se ha perdido se encuentra ciertamente en esta población autóctona que no se encuentra en los mapas. ¿Cómo volver al paraíso si la huella acuática se ha borrado? Lo propio, lo tradicional, la reminiscencia histórica se encuentra, la paz del alma, se encuentra en este lugar, en estos topos atrapados en otro tiempo, resistentes al advenimiento de la modernidad.
No sé por qué recuerdo esta novela más que otras, a pesar de no haberla descifrado de una forma más completa. Quizás se deba esto al contexto en que leí esta novela de Alejo Carpentier. Este contexto tiene que ver con el recóndito y hermoso pueblo de Santiago de Chiquitos, asentado en el Chaco Boreal, Chaco húmedo de la Chuiquitanía. Tierra colorada y impregnada del vaho denso del trópico, tierra verde y poblada de posas, tierra que cobijaba a una comunidad de hombres y mujeres rudas del campo, dedicados básicamente a la ganadería. Unos, los pocos, los notables del pueblo, eran los patrones, otros eran los vecinos, con dedicaciones variadas, la granja, el comercio y a la vida cotidiana de pueblo. Los peones generalmente radicaban en los ranchos. Lo que daba vida al pueblo era el internado y el colegio. El internado era mixto, lo que le daba su atractivo a los hombrecitos que llegaban a él, castigados y casi expulsados de las ciudades de donde provenían. Allí conocí al director del colegio, un rudo evangelista, que nos quería como a sus hijos, y por eso mismo nos perseguía en las noches a los que escapábamos del internado para ir a los buris. Lo recuerdo sobre todo porque decidió intervenir la pequeña biblioteca que llevé al internado, biblioteca que circulaba en parte entre mis compañeros del internado. La intervención institucional tuvo como argumento extraño de que se trataba los “libros del diablo”. Argumento que no dejaba de sorprenderme por su ingenua torpeza y su estilo provinciano. Después de esta censura y expropiación era de esperar la desaparición definitiva de los libros en cuestión; sin embargo, a pesar de este juicio inquisidor, al salir bachiller, cuando dejaba el internado y me preparaba para volver a La Paz, el director no tuvo el reparo en pedirme que donara los libros al internado. Cosa que hice con buen gusto. Sólo me da pena haber dejado algunos libros, que en realidad pertenecían a mi padre.
Volviendo a Los Pasos Perdidos, creo que la atmósfera del trópico chaqueño fue el escenario condicionante para una lectura empeñada de un libro barroco, una novela tropical. Fragmentos de la trama de la novela quedaron grabados en mi espíritu, con su narrativa abigarrada comencé a configurar el imaginario de nuestra cara América Latina. Desde hace un tiempo, creo que desde mi estadía en México comencé a sospechar que la filosofía, vale decir, el pensamiento latinoamericano, se encuentra contenido en su literatura, en su arte y, por qué no, en su artesanía. Podría decir en su techné. No quiero desvirtuar el trabajo realizado por filósofos profesionales como Adolfo Sánchez Vázquez con sus aportes sobre filosofía latinoamericana y su sugerente libro sobre filosofía de la praxis, de ninguna manera, pero creo que estos esfuerzos se han convertido en libros, no en corrientes de expresión compartidas reflexivamente, discursiva y afectivamente. No emergen como interpretación de problemas existenciales, no recogen al ser múltiple en los pliegues de una escritura desbordante. No hacen historia, no configuran al pensamiento, no se arriesgan. La práctica filosófica en América Latina más parece ser una continuidad de las labores académicas, no es afectada por los problemas vitales ni afectan a los imaginarios colectivos. Salvo alguna que otra solitaria pasión, como las tesis de interpretación sobre la realidad peruana de José Carlos Mariátegui, no es fácil encontrar la irrupción de la filosofía en las formas de pensamiento difusas, en un continente que no termina de ser colonizado. En cambio, podemos decir que hay más filosofía en la narrativa de José María Arguedas. Sus búsquedas y conflictos de identidad, su emergencia quechua atravesando la lengua castellana, poseyendo sus territorios gramáticos para labrar en ellos las palpitaciones corporales del indio, expresan el fondo del problema: no hay ser sino nada en el despojamiento colonial. Otra reflexión solitaria es la poética prosa de René Zavaleta Mercado, desgarrado también por la interpelación crítica de las formaciones abigarradas. Hay filosofía en estas fracturas reflexivas, en esta lucha con los conceptos para decir lo indecible, lo que pertenece al estupor, a la derrota, pero también a la crisis y a la emergencia impoluta de la masa. No se puede reflexionar lucidamente si no se tiene el alma en vilo. Mariategui y Zavaleta son seres preocupados por el destino de sus pueblos. No debemos olvidar que la filosofía es un campo de lucha; de esto era consciente Emmanuel Kant. No es un espacio de prestigio y de disertaciones, aunque esto pueda ocurrir y darse en la monotonía ritual de las académias.
No creo que todo esto tenga que ver con la búsqueda de lo propio, de lo autóctono. Esto suena a folklore. No se puede ser sino en el mundo, como decía Zavaleta, parafraseando uno de los primeros enunciados de El Ser y El Tiempo de Martín Heidegger. El problema es estar en el mundo, donde el estar no sólo significa existir, sino sobre todo marcar un territorio, dejar huella, hacerse presentes. Ahora bien, este hacerse presente ha concurrido con fuerza patética en las múltiples historias de América Latina y el Caribe; estas vivencias han atravesado estratos geológicos de su ser múltiple, pero lo que está por verse es si ha conmovido los pliegues de la interioridad, la geografía del pensamiento que no termina de encontrarse a sí mismo.
¿Cuándo el pensamiento se encuentra consigo mismo? ¿Cuándo el pensamiento se piensa a sí mismo? ¿Cuándo encuentra sus límites? ¿Cuándo encuentra su propia genealogía, es decir, cuando se topa con sus propias condiciones de posibilidad? Podríamos decir que los límites del pensamiento se encuentran en la piel, también podríamos decir que el comienzo del pensamiento se encuentra en la piel. Este umbral no sólo tiene que ver con lo sensible y las sensaciones sino con los modos de afectación de la exterioridad. Pero, no tendríamos que ir tan lejos si se quiere hacer una analogía con historia de la filosofía clásica europea. En la República Platón disoció los inteligible de lo sensible por el bien del conocimiento. El iluminismo racionalista tiene sus tempranos albores después de la Guerra del Peloponeso. Con la cruel metáfora que encierra el famoso mito de la caverna, Platón ilustra con figuras a la vez tenebrosas, a la vez luminosas, esa despiadada lucha de la inteligibilidad, del conocimiento, contra el engaño de nuestras sensaciones. ¿Cuál es el valor filosófico de los diálogos de la Republica? Platón expresa con aguda visión conservadora el problema primordial sufrido por los atenienses, derrotados por la aristocracia Espartana, después de tres décadas de guerra; este problema fundamental es el valor de la democracia. El filósofo arremete contra una de las más caras tradiciones de la Ciudad-Estado, la democracia, pero lo hace, si podemos hablar de ese modo, de una manera dialéctica. Supedita la democracia en una República donde mandan los guardianes-filósofos de la ciudad, quienes deben cuidar por el buen orden, la buena armonía, la buena medida y la buena formación de los ciudadanos. Para mi gusto y según el criterio de Cornelius Castoriadis esta posición es no sólo conservadora sino represora de la imaginación griega[7]. En todo caso el valor de la República es haber llevado a la reflexión filosófica la problemática que pone en cuestión el ser griego: ¿Cómo se puede ser justos, cómo se puede hacer justicia, como debe organizarse la polis? Platón propone no caer en la tiranía del pueblo, que se le antojaba era la democracia, tampoco en la oligarquía. La fórmula que encuentra en su utopía conservadora es la de fundar una República aristocrática, por más paradójico que parezca. La aristocracia corresponde a los filósofos, los únicos con cualidades para gobernar la ciudad. Lo insólito de esta aristocracia de pensadores-guerreros es que al interior de ella su comunidad vivía una democracia radical, el comunismo. Este libro asombroso y contradictorio, que escudriña en los substratos ético-políticos de la ciudad, que construye una utopía conservadora, es el testimonio fehaciente de los profundos vínculos entre filosofía y política. La utopía platónica no se llevó a cabo en la Grecia antigua, tampoco en Europa, sino en el continente de Las Indias. Son los jesuitas de las misiones quienes se convierten en arquitectos de una República religiosa, con una aristocracia de sacerdotes a la cabeza. Esta asombrosa experiencia, casi sin precedentes, que ha afectado a contingentes demográficos nativos y a enormes expansiones territoriales, que ha logrado una artesanía religiosa en los cuerpos, disciplinándolos para la fe y el trabajo, no ha sido motivo de una reflexión filosófica. No hay una República en guaraní ni en castellano. La Corona impide que prospere este proyecto ético-político. Por otra parte, el pensamiento latinoamericano no piensa radicalmente esta anacrónica experiencia. La República democrática ha de llegar por los caminos de la ilustración. La irradiación ideológica de la Revolución Francesa ha de influenciar en la intelectualidad criolla, intelectualidad que se va a dar la tarea de liberar el continente del colonialismo español. Podemos rastrear escritos políticos, crónicas, apelaciones, denuncias, encontrar escritos jurídicos, pero es difícil toparse con reflexiones filosóficas sobre la condición colonial, menos aún sobre la condición del indio, sobre la condición del esclavo. ¿Por qué esta ausencia? La condición colonial, la condición del indio, la condición del esclavo, son condicionantes histórico-políticas del ser social latinoamericano, son constantes en la historia efectiva del continente de La Indias, son substratos históricos de las instituciones coloniales y también republicanas. ¿Por qué no han sido asumidas estas condiciones para pensar en su plenitud la situación del ser social? ¿Qué pensar de una sociedad que no tiembla ante su condición en el mundo? ¿Qué pensar de una formación social que no ha desarrollado su ontología? La ontología clásica ha desarrollado su analítica del ser[8] a partir de condiciones existenciales que considera universales, cuando no son otra cosa que condiciones histórico-políticas-culturales de sociedades concretas, dominantes, imperiales, por eso con pretensiones de generalización. No vamos a cuestionar aquí estas pretensiones de universalización, filósofos como Emmanuel Levinas y Enrique Dussel lo han hecho[9], lo que importa apuntar aquí es que los aportes de la filosofía, la ontología, la metafísica clásica han correspondido a problemas primordiales de sociedades concretas, aunque las mismas se hayan concebido etnocéntricamente. Se puede criticar sus pretensiones de verdad, se puede dibujar sus límites, se puede quebrar sus certezas, se puede desenvolver una crítica demoledora, además de que todo esto ya forma parte de la historia de la filosofía, pero lo que no se puede eludir es que esas sociedades se preocuparon por el destino, por eso trataron de comprender el decurso íntimo del ser. El horizonte de visibilidad de una sociedad no está exenta de lo llamaremos en términos amplios la práctica filosófica[10].
He tenido una larga relación con la filosofía dialéctica de Hegel, desde un poco después de ingresar a la universidad hasta muy recientemente, cuando mis estudios de la Crítica de la Razón Pura de Kant me llevaron a descubrir horizontes mayores encerrados en la filosofía crítica, además de comprender el profundo arraigo racionalista de la filosofía dialéctica. La defensa crepuscular del racionalismo por parte de Hegel, convirtiendo a la historia en lógica y al pensamiento en fenomenología de la experiencia, dando lugar a un movimiento inmanente de extrañamiento y retorno, movimiento que se ha venido en denominar dialéctica, es síntoma del impresionante ocaso del largo imperio de la filosofía platónica, cuando ésta toma plena conciencia de su recorrido y de los anuncios de muerte. Esta sospecha se me había inoculado cuando me embriague con la exquisita literatura de la crítica epistemológica francesa. Michel Foucault, Jaques Derrida, Gilles Deleuze, Félix Guattari, François Lyotard me descubrieron los recorridos rizomáticos del pensamiento, la intensa actividad del cuerpo, la densa receptividad del cuerpo, la inscripción del poder en la superficie del cuerpo y el caótico espesor del cuerpo donde se trama la subjetividad. A través de sus impetuosos escritos y minuciosas investigaciones, esto último sobre todo en el caso de Michel Foucault, pude predisponerme a una relectura de los intempestivos escritos de Friedrich Nietzsche, de su demoledora critica de la filosofía; sopesar en este encuentro con los umbrales mismos de la filosofía, con sus límites, el valor de las posibilidades estéticas del ser humano. La dialéctica había gozado y goza todavía en ciertos círculos universitarios del prestigio irradiado y expandido por el marxismo, durante un tiempo la dialéctica fue sinónimo de revolución. La supuesta transformación del pensamiento, la superación evolutiva de la conciencia histórica, la convirtieron en el horizonte de posibilidades de la modernidad. No habría terminado de comprender la estrecha relación entre la dialéctica y la historia política, la inmanente racionalidad del poder en su formación enunciativa, en su lógica, en sus síntesis intelectivas, sin la lectura de un contemporáneo filósofo marxista. Antonio Negri supo liberar al marxismo de la tradición racionalista de la dialéctica.
En este contexto histórico de la clausura filosófica, pero también, paradójicamente, de su nueva apertura, no solo se trata de comprender las condiciones de posibilidad cultural de las disquisiciones sobre teorías y que puedan éstas producir novedosas tesis, sino que es indispensable temblar ante la condición del ser social, asumir sus condiciones existenciales como problemas que atraviesan la historia efectiva. Todavía con un lenguaje moderno, que ahora nos suena anticuado, se decía que la tarea era ser la conciencia histórica de una época. Ahora podríamos decir con cierta aproximación que se trata de trabajar la arqueología de la subjetivad en su propia multiplicidad.
Creo que todos estos antecedentes, este viaje por la filosofía crítica y la crítica de la filosofía, explican mi actual desolación, que no debe ser tomado como desierto, sino como una desocupación, una deshabituación de lo que había sedimentado como prácticas discursivas, estilo expositivo, modo de filosofar, también de distanciarme de la filosofía, esmerándome en la crítica epistemológica. ¿Qué queda después de la demolición del racionalismo, aunque esta demolición termine siendo meramente metafórica? Nada, salvo el mundo, el mundo que nos toca vivir, un mundo atravesado por localismo, regionalismos, pero también por sus corrientes de integración, por sus redes de mundialización. Esto me hace recuerdo al comienzo de la Ideología Alemana de Karl Marx donde se dice algo parecido a que los filósofos hacen revoluciones en sus cabezas mientras el mundo se transforma de otra manera. No le quito ningún mérito a la filosofía crítica y a la crítica de la filosofía, creo que su mérito consiste en haber puesto al descubierto las instituciones filosóficas[11], sus profundos vínculos con el poder, sus antinomias, paradojas, aporías, sus contradicciones históricas. Creo que la tarea que se tiene adelante es la autenticidad, lograr expresar los pliegues y despliegues de las historias efectivas de un continente donde no ha prosperado la filosofía, a no ser como repetición, expansión y continuidad de lo que ya se hizo en Europa. Hay excepciones que confirman la regla, intuiciones hermosas, interpelaciones desde la piel, replanteamientos éticos. Pero lo que no hay todavía es el recogimiento del pensamiento ante el temblor del ser continental. Partiría de una pregunta foucoultniana con tonalidad kantiana: ¿Cómo hemos llegado a ser los que somos en el momento presente?
José Luis Pardo haciendo la crítica a la tradición racionalista, rescatando la concepción de la potencia y de las fuerzas de Baruch Spinoza dice que:
Todo comienza, pues, para el individuo, con un “yo siento” y no un “yo pienso”, con un “yo soy afectado”, con una pasión. Todo comienza cuando una esencia se inscribe, se implica, se pliega, se envuelve en una sensación, se disfraza en el velo de una imagen[12].
Bajo esta consideración tenemos que comprender que el espacio es creado por los modos de afectación en nuestro cuerpo, se construye como un mapa de estas afectaciones, por lo tanto viene a ser un mapa de fuerzas. Desde esta perspectiva sería conveniente hablar en plural de mapas, espacios, diferenciados por grados de intensidad, también por grados de densidad. Estos mapas son inscripciones de las afectaciones de las formas de la exterioridad en nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo, mas bien, la idea que tenemos de nuestro cuerpo, es modelado por los recorridos de estas inscripciones. Por su parte, el cuerpo como sujeto de la práctica[13] configura otros espacios, los espacios de la habitualidad. Nuestros hábitos definen no solamente costumbres y conductas, sino que constituyen recorridos, trazan y dibujan espacios, que se convierten en condición de posibilidad de nuestra subjetividad, por lo tanto, de nuestros usos culturales, usos lingüísticos, usos técnicos. Pierre Bourdieu habla de habitus refiriéndose a la internalización del campo social, a la conformación de la subjetividad por medio de la incorporación de las estructuras institucionales en las predisposiciones subjetivas y en las prácticas[14]. Esta subjetivación no podría comprenderse si no entendemos que el campo social es también imaginario, es una construcción imaginaria, más aún, se trata de una representación social. Que esto se traduzca en comportamiento se debe a las inscripciones que deja en el cuerpo el campo social y a las repuestas que desarrolla el cuerpo respecto al mapa de afectaciones. No sólo hay un proceso de venida sino de ida. El sujeto no sólo es receptivo, como así lo da a entender la teoría del habitus sino es creativo, puesto que es imaginativo, recrea los espacios. Por otra parte, la teoría del campo social da entender que hay un solo espacio, dividido en subcampos, el campo económico, el campo político, el campo cultural, compuestos por valorizaciones cualitativamente distintas (capitales), cuando se dan, mas bien, distintos espacios de afectación, que se establecen como condiciones de posibilidad histórica de la subjetividad, pero también de la llamada objetividad. De las formas de la exterioridad podemos comprender tres movimientos dinámicos, que se dan como espaciamientos: los espacios que se inscriben en el cuerpo, los recorridos de respuesta (adaptación, adecuación, transformación) que desarrolla el cuerpo como sujeto de la práctica y los espaciamientos constituidos a partir de los puntos de tensión, las líneas de intensidad, los espesores de conflicto, espaciamientos que articulan las dos formas espaciales anteriores, desarrollando una configuración de una exterioridad-interior y de una interioridad-exterior que resultan en mapas de transfiguración espacial. No se entienda este tercer movimiento como una síntesis dialéctica, pues no se trata de ninguna superación, ninguna subsunción de momentos a un tercero que los contiene. Las formas de la exterioridad, las formas de la interioridad, las formas espaciales mantienen su diferencia, las mismas que, en su entrelazamiento y mezclas, modifican sus topos creando nuevas territorialidades. Habría que comprender estas formaciones. Deformaciones y transformaciones bajo las perspectivas de las multiplicidades. Estos desencadenamientos espaciales, estos encuentros espaciales, se dan en el cuerpo como umbral, como piel.
¿Cuál es el plan de consistencia que deriva de estos recorridos reflexivos, de estos posicionamientos filosóficos? Es menester discontinuar con la filosofía, abrir un quiebre en la historia de la filosofía, recomenzar en otro lugar, bajo otras condiciones de posibilidad del pensamiento, sin que esto quiere decir romper por completo con el pensamiento heredado. No se trata de renunciar a la filosofía heredada, tampoco de supeditarse a ella y a su historia, sino de usar la herencia de una manera ahistórica, si se puede abusar de este término que expresa una suspensión respecto a la determinación de la temporalidad histórica y respecto a las lógicas inherentes al pensamiento heredado. La mejor forma es retomando, en el camino señalado por Nietzsche y Kant, esto es, la inversión del platonismo. Esta forma consiste en no solamente la inversión del platonismo sino también la inversión del kantianismo, pues la inversión kantiana todavía contiene implícitamente una herencia determinista no necesariamente platónica. Esta dependencia es suponer la originariedad del tiempo respecto del espacio, concebir la condición de posibilidad del tiempo como condición de posibilidad del espacio. Esto supone mantener la preponderancia del sujeto de conocimiento respecto a las fuerzas que lo constituyen, fuerzas que vienen de la exterioridad. Con esto no solamente el espacio se convierte en la condición de posibilidad del tiempo, las formas de la exterioridad en condición de posibilidad de las formas de la interioridad, sino que los que llamamos interioridad, subjetividad, temporalidad, vienen a ser formas de la exterioridad inscritas en el cuerpo, asumidas por el cuerpo, trabajadas, usadas y modificadas por el cuerpo. El cuerpo es moldeado, pero también es modelador, es artista.
La tesis es la siguiente:
La filosofía en el nuevo continente es posible en la medida que el pensamiento recupere su condición existencial, vale decir su condición histórica efectiva. Esta recuperación efectiva no significa tanto recuperar el tiempo perdido como recuperar los espacios, los substratos espaciales donde este tiempo anida. El continente conquistado y perdido tiene que recuperar sus territorialidades, con lo que esto implica respecto recorridos, espesores, lugares, extensiones, rugosidades, estratos geológicos, geografías de las costumbres, toponimias, topologías culturales, espaciamientos, acontecimientos. Esto exige un pensamiento estético capaz de interpretar la inscripción sobre los cuerpos, los recorridos de los cuerpos, las tramas de sus habitualidades, las rupturas de sus transfiguraciones, los acontecimientos y sus multiplicidades, la pluralidad de las historias efectivas y sus efectos en las historias de vida, en la constitución de subjetividades. Todo esto equivale a captar las singulares formas del ser, de los modos de ser, de las maneras del hacer, interpretar las tramas de sus dramas, hacer inteligible la textura ontológica de los ámbitos vivénciales de las sociedades periféricas.
Memorias del Tiempo Político Recuperando el Tiempo Perdido
Recuerdo que íbamos por la Avenida Simón Bolívar, las veredas estaban llenas de campesinos armados, llevaban al hombro o en la mano el legendario fusil Máuser. Eran las milicias campesinas que conmemoraban la Revolución Nacional de 1952. Yo estaba dentro del carro, acompañado de familiares, mirando a través de la ventana. La vagoneta recorría lentamente la avenida que mostraba poco tráfico, eran los cantos los que se encontraban ocupados por milicianos. Quedaron en mi memoria estas imágenes fuertes; campesinos con ponchos, se mostraban multitudinarios y orgullosos, presentaban armas en una mañana fresca, ocupando una ciudad que no dejaba de sorprenderse con su presencia masiva. Era una ocupación pacífica y conmemorativa, sin embargo, no dejaba de reiterar simbólicamente la insurrección de abril. Ahora que lo recuerdo, creo que esta escena fue una de mis primeras lecciones de política, sobre todo contando con los comentarios de la tía que se encontraba en el asiento de adelante. Si mal no recuerdo los comentarios de la tía estaban lejos de alabar la presencia indígena armada en la ciudad de Nuestra Señora de La Paz. No creo que importe tanto recordar ahora lo que dijo sino el contraste entre sus palabras y lo que acontecía en las calles. Es esta diferencia la que creo que debe ser trabajada en beneficio de la comprensión de la historia de los movimientos sociales y de lo que respecta a la constitución de las subjetividades, entre ellas la mía.
El contraste era notorio para un niño de siete años. Dentro de la vagoneta había un ambiente de resguardo familiar, de cobijo interior. Afuera, brillaba el sol del día aposentado en los rostros broncíneos de los campesinos armados. No sentí este cuadro como una amenaza sino, mas bien, como una revelación: Este era el mundo que bullía más allá de la escuela, del barrio y de la casa. No creo haber tenido ninguna posición particular en relación a este afuera hasta mi adolescencia, pero creo que fue una de las primeras evidencias reveladoras de un mundo otro, de un país otro. En aquél entonces estaba lejos de interpretar la algarabía orgullosa de la milicia campesina como la conmemoración de un acontecimiento que trastrocó sus vidas, devolviéndoles la tierra usurpada por los conquistadores, los colonizadores y después los criollos. Lo que impresionaba era la fuerza de las imágenes, la revelación de la masa insurgente, la irreverencia de la alteridad. Algunos campesinos hacían bromas a las gentes que se encontraban al interior de los pocos automóviles que pasaban. Recuerdo una sonrisa agradable y unos ojos negros llenos de humor, el rostro adulto cincelado por el frío, un sobrero envejecido sobre un lucho que cubría la cabeza. La revolución había quedado una década atrás, ese día venían los sindicatos a rememórala, seguramente como en años anteriores.
No viví la revolución de 1952, nací dos años después. Creo que la experiencia que cuento data de abril de 1961, si es que no me falla la memoria en este recuento que hago cuarenta y dos años después. Es casi seguro que en la memoria de los que vivieron el acontecimiento fue éste trascendente desde la perspectiva de sus historias de vidas, se tome esta trascendencia de una u otra manera, para unos de un modo positivo, para otros de un modo negativo, quizás los menos de este lado, pero en todo caso es muy difícil encontrar una indiferencia frente a lo ocurrido. No es posible la neutralidad. La nacionalización de las minas, la reforma agraria, el voto universal y la reforma educativa fueron sin duda hitos importantes en la nueva configuración del Estado-nación. Claro está que una descripción general historiográfica no cumplirá con nuestros propósitos, tampoco se pretende en ellos llevar a cabo un análisis político objetivo. Interesa poder reconfigurar especulativamente el mundo de vida que dio curso tanto a las estructuraciones histórico políticas, así como a las constituciones subjetivas, algo parecido podemos decir de los imaginarios colectivos, de los escenarios culturales y los campos sociales. Se busca hacer esta reconfiguración a partir de la vivencia testimonial en primera persona. Del mismo modo que un filósofo decía que no pueda dar certeza sino de mis sensaciones[15], puedo expresarme del siguiente modo: No puedo dar crédito de la interpretación de los acontecimientos sino a partir de mi propia experiencia. La mejor manera de acertar o de equivocarme, como quien dice, con conocimiento de causa, en todo caso, la mejor manera de diferenciarme y poder repetir, instaurar una interpretación de lo visto, vale decir de las formas de la exterioridad, es hacerlo a partir de los pliegues de la propia memoria. Por eso quiero dar cuenta de las sensaciones que envolvieron la evolución de mi mundo interior, así también quiero dar cuenta del desarrollo de las representaciones que se constituyeron en relación a lo visto, las impresiones que dejaba el afuera en mi piel. A esta vinculación entre el interior y el afuera he llamado diferencia, vinculación que también es un quiebre, una escisión y al mismo tiempo una confluencia.
Nueve años más tarde, cuando viaje con un amigo íntimo recorriendo un pedazo del Altiplano y después cruzamos con el mismo brío la Cordillera de los Andes, acompañados de dos jóvenes campesinos de la comunidad de Todos Santos, tenía la certeza de que las profundidades insoslayables del país se encontraban en los habitantes endurecidos de los Andes. Un afecto político me llevó a recorrer alejadas y solitarias comunidades, perdidas en los márgenes de la extensa altipampa, en las faldas de la inmensa cordillera, que avisaba de su presencia majestuosa desde lejos. Montañas que parecían cercanas, sin embargo, eran inalcanzables. Las caminatas nocturnas me enseñaron que la territorialidad más apreciada es la del firmamento, sorprendentemente claro, levitando sobre la oscuridad abismal del territorio. En esas largas y esforzadas caminatas parecía desaparecer el interior; todo era músculo, sudor y sobre todo naturaleza abrupta. Piedras, frio, paja brava, tola, suelo duro, acompañaban a una amistad inconmensurable entre los cuatro viajeros. Recuerdo muy bien una de esas noches de travesía; antes de volver a partir a nuestro recorrido nocturno, después de la caminata correspondiente al día, los cuatro habíamos dormido juntos en una de las camas de piedra, en la casa de una campesina quechua. La campesina solitaria cuidaba, lo que entonces me pareció, un enorme rebaño de llamas, de alpacas y vicuñas. No sé cómo entramos los cuatro en una pequeña cama de piedra, cubierta de pieles de oveja y de awayos. Seguramente era el cansancio, también porque no había de otra, la otra cama disponible la ocupaba la joven campesina con sus dos niños. La joven era hermosa, nos cobijó en su casa un atardecer desolado, después de un día de caminata. Cuando cayó la noche el cuarto era calentado por un hogar, que al mismo tiempo servía de cocina. Ella nos preparó un calentado de harina que sabía a engrudo, pero que para el hambre y el frío que teníamos fue indudablemente apreciado. No recuerdo lo que conversamos antes de dormirnos, en castellano y en quechua, lo que sí quedó grabado en mí es la apacible belleza de esa joven andina. Creo que me enamoré, estuve contemplándola un rato en silencio. Mi afecto llegó a tal punto que me llevó a plantear al grupo la posibilidad de que yo me quedara. Proposición que fue de inmediato descalificada por los compañeros. El acuerdo era cruzar la cordillera, llegar a Camiña, para desde allí continuar el viaje a Santiago de Chile y después emprender el añorado viaje a Cuba.
¿Cómo se puede en este caso situar la diferencia? Diría que la diferencia se puso íntima como una pequeña plaza[16]. La diferencia era un puente de pasiones, podríamos decir un encuentro, mejor dicho, un tinqu, pero que no era de pelea sino de complementariedad, tinqu cósmico de sol y luna. Sus ojos negros, sus largas trenzas, la suavidad tibia de su rostro, su vestido negro de awayo, sus robustos pies, sus antiguas sandalias, toda ella simbolizaba la tierra prometida. ¿Por qué iba a seguir viajando si lo que buscaba estaba allí, en ese cuarto iluminado por el fuego del hogar, en cuyas paredes de adobe murmuraban nuestras largas sombras? Esta vez el afuera se había plegado en el adentro. Ya no era un observador sino un sufriente, un ser viviente metido en la trama del acontecimiento. Como diría José Luis Pardo, en este caso, la exterioridad no sólo se hace piel, es piel misma, sino que se hace intima, es vivencia significativa, es vivencia constitutiva[17]. Esta vivencia nos incorpora, nos hace participes.
Hoy podría decir, después de este recuerdo, que ser campesina no es solamente ser sólo labradora, ni tampoco sólo pastora, no sólo ama de casa, no basta ni mucho menos hacer referencia a la condición de habitante del campo, no se resuelve mucho con reconocer su identidad sociocultural, es todo eso y mucho más que eso, cuando se comprende que su vinculación se halla situada por experiencias concretas en contextos determinados. Se trata de un ser que vive cabalmente su vida, que tiene todas las facultades de todo ser humano para abordar el mundo a partir de su intuición sensible, para lograr su síntesis imaginativa, para concebirlo mediante representaciones, posibilitadas por el lenguaje y la cultura. No puede haber nada de extraño en todo esto. Lo insólito es que tanto la filosofía como la ciencia hayan tomado estas alteridades como exterioridades bárbaras, distantes, heterogéneas, sólo reductibles a la homogenización de la comprensión, de la explicación o de la seducción exótica. No hay nada que estudiar aquí, filosofar o mistificar, a no ser que se quiera manipular en cualquiera de las formas posibles de las dominaciones polimorfas, abiertas o veladas. Se trata de vidas humanas en el desenvolvimiento de sus experiencias, atravesados por el flujo de sus deseos o atrapados por la catexis cultural de sus deseos. Su vinculación existencial con el mundo se da en el sitio donde se encuentran, se sitúa en el devenir efectivo de sus vidas. Hay que escuchar el latido de su corazón, ver la expresión de sus miradas, oír la inteligencia de sus palabras. Hay que estar con ellos, como cuando uno está consigo mismo, de modo espontáneo, no ir a molestarlos con estudios. La filosofía y la ciencia más tienen que ver con una civilización que no resuelve sus problemas, problemas que la tienen sobrecogida, obligándola a rumiar los mismos en sus cuatro estómagos. La pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué debemos hacer con nosotros mismos para resolver esos problemas? ¿Qué hacemos con nosotros mismos? ¿Cómo nos tomamos? ¿Cómo filósofos, amantes de la verdad, cómo científicos engreídos, poseedores de la objetividad, cómo civilizadores? A mi parecer, la respuesta adecuada tiene que ver con que debemos tomarnos en serio, como seres humanos, en condiciones existenciales análogas a las de miles de millones de seres humanos, con todas las ricas diferencias que los envuelven, habitantes de un perdido planeta circulante alrededor de una de las innumerables estrellas de una enorme constelación, una de millones de constelaciones de un infinito universo. Lo común entre estos miles de millones de habitantes son nuestras condiciones diferenciales en la tierra, además de que estamos todos de paso. ¿Cómo llegar a ser conscientes de nuestra sublime experiencia cósmica? No es la filosofía ni la ciencia las que pueden responder a esta pregunta, al contrario, se trata de una predisposición ética-estética, es decir, recuperar nuestra originaria perplejidad.
No se trata de estar contra la filosofía y la ciencia, además de constatar de que no se puede hablar de la filosofía y la ciencia de una manera tan global, cuando, mas bien, hay corrientes que las atraviesan y las distinguen. La filosofía y la ciencia no logran totalizar, no pueden totalizar, son, mas bien, parte de complejos horizontes destotalizados. Son parte, no son todo. Precondición para que se den, para que se haga ciencia y se haga filosofía es que haya vida. El substrato de todo es la vida, es el valor supremo inalienable. La vida no se deja atrapar ni por la filosofía ni por la ciencia, no pueden abarcarla, forman parte de ella, como productos lúdicos de las prácticas de los seres humanos. Son artefactos, forman parte de la artesanía, de la techné. Son creaciones de un ser autopoiético. La vida sólo se deja vivir y hay que vivirla bien entre todos. Esto, de entre todos, es importante, convoca a la colectividad, tiene que ver con la corresponsabilidad. Entre otras cosas, también significa la interrelación de las formas de vida. No es sostenible, por ejemplo, que el privilegio de unos pocos afecta a la calidad de vida de los de los demás. A la larga, los privilegios de unos pocos se han de ver también comprometidos, pues todos juntos viven la vida, y el deterioro de la vida de la mayoría significa el deterioro de la vida misma. Hay que vivir la vida bien entre todos juntos. Pero, cómo hacer entender este enunciado a los dueños del mundo, a la burguesía trasnacional, cómo hacer entender este enunciado a los economistas, atrapados en la lógica conjuntistaidentitaria[18], a los políticos, en el mejor de los casos déspotas ilustrados, en el peor de los casos déspotas ignorantes. Cómo hacer entender este enunciado al hombre común, atrapado en el sentido común, en gran parte condicionado por sus intereses mezquinos. No es tampoco la parcialidad del sentido común la adecuada a la emergencia de la vida. Debido a la fragmentación de sus perspectivas, cree comprender el mundo a partir de sus verdades domésticas; lo que pasa es que tiene una idea doméstica del mundo. La vida no se reduce al fragor doméstico del mundo, ni mucho menos. Esta reducción responde a la materialización de mecanismos de dominación puestos en marcha. La vida se encuentra limitada por esta perspectiva doméstica, por este sentido común. La vida en su plenitud sólo es accesible a la espontaneidad inocente, al reconocimiento de que la vida se da independientemente a nuestros caprichos. Esta comprensión de la autonomía de la vida nos hace comprender a su vez que la vida hay que vivirla plenamente, en la medida de lo posible, y bien entre todos, comprendiendo también a todos los seres orgánicos. De lo que se trata es de compartir entre todos, con todos, las riquezas, los recursos, los bienes, las técnicas, los conocimientos. Compartir es también aprovechar la riqueza de las diferencias que nos distinguen. Vivir la vida, de eso se trata. Uno no puede vivir sólo la vida, ni con pocos, uno está comprometido con todos en la vida. Por eso, ninguna ideología, tampoco religión alguna es más que la vida, toda religión para ser tal supone la vida; para creer, para tener fe, para someterse, para sacrificarse, hay que vivir primero. No hay misterios superiores a la vida misma. La vida es el misterio supremo.
Hay quienes pueden interpelar y decir que esto no es más que una cándida ingenuidad, un retorno a las imágenes de pureza. ¡Otra religión! Sólo que esta vez poniendo a la vida en el centro. Pero, pregunto, qué puede haber más allá de la vida. ¿Acaso hay vida más allá de la vida? Esto no sólo sería un contra sentido, sino que, si hubiera vida más allá de la vida, ésta sigue siendo la vida misma, su continuidad. Nietzsche imaginó esta posibilidad en su tesis de la voluntad de poder. La forma de existencia de esta voluntad de poder es el eterno retorno de lo mismo. El sentido de este devenir lo mismo es la muerte de Dios. La muerte de este valor supremo, la muerte de este bien absoluto, de esta idea originaria, de esta existencia ex nihilo. No hay principio ni fin sino un ciclo eterno, la repetición permanente del instante, su perduración infinita. Este instante supremo, este lugar donde se escinden las aguas, donde se divide o se juntan los caminos del laberinto, el pasado y el futuro se chocan las cabezas[19], es el momento de la creación, es la capacidad misma de creación, la virtud potente que destruye viejos valores para crear nuevos. Se trata de la fuerza estética personificada en el superhombre.
Ahora bien, alguien pudiera decir, por esto mismo, por esta imagen pura de la vida, que la vida es, por el contrario, destrucción, mezcolanza, abigarramiento, caos, ebullición de las singularidades. Que no hay nada de majestuoso en ello, ni puro, sino que se trata de puro azar. Que la vida es lucha, combate por la supervivencia, que, si hay algo que se parece a la vida, esa es la guerra. No deja de tener sentido todo esto. El caos crea orden para volver al caos, la destrucción construye, la desorganización organiza, la cadena fágica es la que permite mantener vivos a los seres orgánicos, la muerte genera vida; este es el ciclo ecológico. La putrefacción es humus. Este devenir violento de los ecosistemas, de la biodiversidad, de los continentes y nichos ecológicos, este devenir del bios es autopoiético[20]. Pero, todo esto está lejos de parecerse al cuadro de Hobbes, el cuadro político que se imagina una guerra de todos contra todos, guerra afincada en el egoísmo innato del hombre, que hace que el hombre sea el lobo del hombre. Este cuadro patético le permite explicar a Hobbes la emergencia del Estado Moderno, el Leviatán, el gran instrumento pacificador. ¿Pero, cómo explicar el egoísmo sin ese fabuloso proceso de individualización que marcha paralelo al proceso de estatalización? ¿No es el individuo un producto moderno como lo es el Estado? Este paralelismo concomitante nos mostró Michel Foucault en sus investigaciones sobre el poder, el saber y la subjetividad. La fuerza de la vida, sus torbellinos, sus turbulencias, sus ciclos reiterativos, no se asemejan a la razón instrumental estatal ni a sus férreas maquinarias. El Estado es un producto histórico político, una institución imaginaria e instrumental, a la vez. El Estado es un artefacto institucional complejo construido en la modernidad, pero no por causa del egoísmo de los individuos en concurrencia, sino como producto histórico de una forma política totalizadora de dominación. La vida es voluntad de potencia, pero no voluntad de gobierno. Es el hombre moderno el que ha desarrollado una voluntad de gobierno. Es la racionalidad instrumental la que busca someter las fuerzas irracionales de la naturaleza.
Notas
[1] Revisar el Gran Diccionario Enciclopédico Visual. Océano.
[2] Gilles Deleuze: El Pliegue. Paidos; 1998. Barcelona. Pág. 15.
[3] Cornelius Castoriadis: La Institución Imaginaria de la Sociedad. Tusquets 1989; Barcelona.
[4] Ibídem: Pág. 41.
[5] Ibídem: Pág. 73.
[6] Haciendo alusión a De la Gramatología de Jacques Derrida.Siglo XXI; México.
[7] Ver El Político de Platón de Cornelius Castoriadis.
[8] Termino que usa Martín Heidegger en El Ser y el Tiempo y otros escritos para diferenciar su ontología hermenéutica.
[9] Se puede encontrar esta crítica en Totalidad e Infinito de Emmanuel Levinas; Sígueme 1997, Salamanca. También en Ética de la Liberación de Enrique Dussel; Trotta 2000; Madrid.
[10] No basta para desprender esta práctica contar con facultades de filosofía, formar profesionales en filosofía que conozcan la historia de la filosofía, dominen autores y corrientes filosóficas, que estén en
[11] Hay una disertación de Jacques Derrida que lleva este título: La Institución Filosófica.
[12] José Luis Pardo: Sobre Espacios, Pintar, Escribir, Pensar. Serbal 1991; Barcelona.
[13] Nombre del curso de Carlos Savransky en el Doctorado en Epistemología, posible título de su libro inédito que trata precisamente del cuerpo como sujeto de la práctica.
[14] Ver de Pierre Bourdieu Meditaciones Pascalinas; Anagrama 1999, Barcelona. También revisar La Distinción y El Sentido Práctico; Taurus, Barcelona.
[15] Berkeley
[16] Frase que se encuentra en Romance Sonámbulo del Romancero Gitano de Federico García Lorca.
[17] Ver de José Luis Pardo, Las Formas de la Exterioridad. Pre-Textos 1992; Valencia.
[18] Ver el libro La Institución Imaginaria de la Sociedad de Cornelius Castoriadis. Tusquets 1983; Barcelona.
[19] Friedrich Nietzsche: Así Hablaba Zaratustra. Alianza Editorial; Madrid.
[20] Ver El Método, La Naturaleza de la Naturaleza, de Edgar Morin. Cátedra; Madrid.