“Octubre negro”: una visión personal
El vigésimo aniversario de “octubre negro” se cumple en estos días. No es posible olvidar que entonces me encontraba en el lado incorrecto de los sucesos, vinculado “espiritualmente”, por así decirlo, al gobierno que ejecutaba la masacre. Eso me enmudeció frente a lo que acaecía ante mis ojos, un silencio que ulteriormente me provocaría vergüenza y remordimiento.
Aunque la sucesión de crímenes de Estado que se rotulan como “octubre negro” me resultó desde el principio totalmente abominable, quise atribuirla exclusivamente al extremismo y al violentismo de Carlos Sánchez Berzain, ministro de Defensa y enemigo interno de las redes gonistas/oficialistas con las que entonces yo estaba vinculado como “consultor”. Solo años después pude evaluar “octubre negro” como lo que realmente fue: no solo un exceso del delirante Sánchez Berzain y los demás “duros” del gobierno que, en un impromptu ordenancista y de manera criminalmente irresponsable, pusieron tropas con armas de fuego en medio de una durísima oleada de protestas en el altiplano paceño. Ni solo el trágico resultado del cúmulo de defectos que llevó al entonces presidente Gonzalo Sánchez de Lozada a fusionar su biografía con la de Sánchez Berzain: dogmatismo, desconocimiento del país y arrogancia. “Octubre negro” fue mucho más: el momento final, el punto del hundimiento de un proyecto de racionalización (es decir, de “civilización”) de la sociedad boliviana. La élite neoliberal pretendía (re)construir el Estado y sus aparatos simbólicos, jurídicos y relacionales de un modo que: a) dejaran de estar bajo la influencia de las corporaciones populares tradicionales, b) funcionaran según una lógica racional-tecnocrática, c) se orientaran a apoyar el “desarrollo nacional”, entendido como resultado exclusivo de las conductas y los esfuerzos privados, es decir, como una historia de la propia élite y d) fueran necesariamente dirigidos por una democracia pluralista representativa, pues esta le garantizaba a dicha élite la alternancia que requería para reproducir su poder pacíficamente.
Igual que todos los proyectos “civilizadores” previos y posteriores, este terminó convirtiéndose en una guerra de la élite contra unas masas “salvajes” que no entendían las buenas intenciones de la primera ni aceptaban su dirección histórica. Y así como las masas (indígenas, sobre todo) no podían entender la intención de la élite, no se adaptaban a los modos de vida globalizados, a las identidades y los discursos modernos, igualmente la élite no podía entender a las masas, las hallaba atrasadas y necesitadas de tutela. Además suponía -tanto con convicción como por impostura- que su propuesta era la única capaz de poner al país en la contemporaneidad, la única capaz de superar las vergüenzas de su pasado. Y, entonces, cuando se enfrentó a una rebelión general en su contra, la élite tradujo a balas esa su incomprensión del entorno y esta su urgencia de imprimirle racionalidad a la sociedad
Una vez que se dispararon balas ese octubre, todo aquello que se había postulado como un nuevo pacto social, moderno e igualitario, liberado de la rémora señorial, incapaz de masacres y otros atavismos heredados de la antigua forma de dominación, basado en la supremacía del conocimiento, no de la fuerza, se mostró como lo que en realidad era: un mero artefacto ideológico que se había querido usar para civilizar, pero que no había guiado la reforma moral e intelectual en la propia élite. Esta -había que aceptarlo- continuaba siendo una oligarquía señorial, que pasaba súbitamente de las más avanzadas teorías sociales a las más vetustas maneras coloniales. Era una élite, justamente, “civilizadora” y predestinada a mandar.
Yo me había identificado con la élite neoliberal tras mi decepción del marxismo. Era una identificación libresca, no tanto con la práctica como con la teoría de ese proyecto civilizador. Con el artefacto antes que con sus operadores. Pero no me engaño: una cosa me llevó a convalidar la otra, aunque fuera, como ya dije, con el silencio.
Tras octubre de 2003, me alejé del gonismo, incapaz de decir una palabra coherente y profunda sobre su propia tragedia y disolución, pero no perdí de inmediato mi deseo “civilizador”. Este continuó bajo la forma de una ideología de intelectuales: el liberalismo (no el libertarismo, en el que nunca creí), vertido en una suerte de pureza doctrinaria, exento de todas sus aplicaciones históricas concretas en Bolivia, inclusive del gonismo, que se había convertido en una “desviación” del proyecto en sí.
Así fue hasta que, bastante tiempo después, espoleado por los dilemas coyunturales que se nos iban presentando a los bolivianos, llegue a comprender que la solución al problema no era aplicar “bien” y de forma consecuente el proyecto civilizador liberal, sino deponer toda intención de civilizar al “otro”. Partir, inversamente, de abajo arriba; de las masas, sus potencias e identidades. Partir de lo que efectivamente ha sido construido, de lo que tenemos, de las verdaderas instituciones bolivianas (informales). No para convalidarlas, pero sí para aceptarlas como el material con el que (o contra el que) se debe modelar el futuro. Pasar del “gran relato liberal” a subrayar la singularidad de cada acontecimiento que permite la convivencia y el autosustento de la nación. Pasar del objetivo de “ser Europa” al mucho más inteligente y sano de “ser Bolivia”, aunque esto implique sacrificar la cultura y la teoría eurocentristas que hasta ahora le han dado norte, seguridad y estructura a la élite boliviana.
Mantengo mi compromiso con la democracia, que ha sido el más importante hallazgo de mi búsqueda política, pero ya no veo la democracia como un “método para civilizar” -antinómico pero simétrico al método revolucionario en el que había creído en mi primera juventud-. Esta concreción identitaria de la democracia me costó mucho más tiempo y esfuerzos que todo lo demás. Todavía no la he desarrollado del todo. Implica dejar que los pueblos encuentren en ella el espacio para ser tal como son, además de hallar un mecanismo de autogobierno y debate plural. Las identidades y sus efectos sobre la representación política y simbólica no pueden estar fuera de una nueva conceptualización, plenamente boliviana, de la democracia (que en octubre también cumple su aniversario).
Digo esto de manera si se quiere “íntima”, en un espacio público como este y las redes sociales como Facebook, sin ninguna pretensión de que estas palabras queden fijadas o se consideren importantes, como una racionalización de mi pasado destinada a mí mismo antes que a alguien más.
Facebook sirve para publicar fechas destacadas de nuestra biografías. Hace 20 años, luego de un largo periodo de “normalización” social, la macabra visión de tantos compatriotas (algunos de ellos niños) muriendo por las decisiones de unos señores con los que había hecho campaña electoral y a los que había tenido como clientes de mi empresa de comunicación, comenzó una labor de erosión de mis certidumbres que recrearía a quien era entonces. Continúa la vergüenza y el arrepentimiento de haber estado entonces en la empresa consultora y no junto, qué se yo, a mi ya fallecida amiga Ana Pérez, que la mañana del lunes 13 de octubre agitaba con consignas antigubernamentales a los asustados vecinos ante la iglesia de San Miguel (yo era uno de esos asustados vecinos; la vi y pasé de largo), o junto a doña Anita Romero y los demás huelguistas de hambre que pidieron a Goni que asumiera la responsabilidades políticas de la masacre, algo que este nunca ha querido hacer. Seguramente morirá en el negacionismo, el cual no solo es cobarde; sobre todo, carece de toda lucidez. Echarle la culpa de “octubre negro” a Hugo Chávez o Felipe Quispe es tan imbécil como responsabilizar al “imperio” por la crisis de 2019.
En mi caso, la vergüenza y el arrepentimiento me siguen acicateando para dar testimonio del error.