Ecuador: Un País, dos opuestos en atención a la pandemia
Pável Uranga*
Al inicio de la crisis del COVID-19, muchos estados fallidos desaparecieron de la escena política en pánico, y como en política no hay espacio vacíos, de inmediato los actores políticos locales fueron asumiendo iniciativas para enfrentar la pandemia. Ecuador nos ofrece hoy un espejo reluciente de cómo se puede observar el fenómeno acerca del estado fallido vs. iniciativas comunitarias. Dos extremos―la ciudad de Guayaquil y la provincia del Azuay―nos permiten catalizar el contraste nítido de las respuestas gubernamentales a la emergencia.
Guayaquil, la “capital económica del Ecuador”, con 2.6 millones de habitantes, ha sido gobernada en los últimos 30 años por el Partido Social Cristiano, en los que las políticas neoliberales han sido la constante más relevante, la privatización de casi todo servicio y obra pública. Como todas las grandes urbes en Latinoamérica, creció sin una planeación urbana previsible, y los servicios públicos no responden a las necesidades que ese crecimiento demandó. El modelo desarrollista, como siempre, privilegió a las clases medias altas y la burguesía quienes pueden pagar y presumir de un estatus privilegiado en servicios. El contraste se siente cuando se transita por las empobrecidas calles de los cantones conurbados.
Durante casi tres décadas, se construyó a pulso en Guayaquil, día a día, un proyecto excluyente, inequitativo, que dejó fuera del Parnaso civilizatorio a la gran mayoría de la población. Sin agua, ni drenaje, sin servicios de salud ni educación, sin recolección de basura adecuada, sin prácticamente ningún servicio a los que la ciudadanía tendría derechos tan sólo por ser seres humanos, y si eso no fuera suficiente, por el sólo hecho de pagar impuestos.
Como todos los regímenes neoliberales, se decidió ocultar la pobreza, usando eufemismos para no hablar de miseria. Cambiaron los límites geográficos de la ciudad para poder dejar afuera a los indeseables, pero ese mecanismo sólo funciona para recibir atención de la ciudad, porque si se trata de cobrar impuestos, entonces sí forman parte de Guayaquil (la magia de la invisibilidad afecta a 350 mil de los 2.9 millones de guayaquileños).
En contraste, con casi 890 mil habitantes, la provincia del Azuay (que en Kañari quiere decir “lluvia del cielo”), es la quinta provincia más poblada del Ecuador. La provincia mantiene un férreo apego a la herencia productiva indígena, entre huertos familiares y un sistema productivo que aún se apoya en la Minka, o trabajo colectivo comunitario. Aún y cuando cerca del 85% de la población se reconoce como mestiza, hay un apego a la cultura y la tradición heredada mayormente de la cultura Kañari, con una historia reciente de resistencia a la minería y extractivismo, en defensa del agua, la tierra y el territorio de las comunidades.
Recientemente fue electo el Prefecto Indígena Yaku Pérez que ha definido la defensa del agua como política de gobierno. Azuay y su población resistieron durante casi una década las políticas extractivistas del gobierno central, y sufrieron las represalias por ello. Hoy, esa resistencia y esa cultura de protección a la Pacha Mama tienen resultados benéficos para su población. Es casi inevitable tener que hacer una comparación entre ciudades, porque se trata de los extremos, por un lado el neoliberalismo salvaje y expoliador que creó islas de inequidad, segregación y resentimiento social. Por otro lado, un pueblo en resistencia, con respeto e incorporación de la herencia cultural ancestral a la política pública.
Entonces ¿Qué pasa cuando la pandemia ataca a sus comunidades? En ambas se pide que la gente se quede en casa. En Guayaquil, la gente no puede permanecer en casa, porque viven hacinados en pequeños cuartos y necesitan salir a buscar algún ingreso diario para poder dar de comer a sus familias. En Azuay, como lo reportamos en Awasqa, el gobierno provincial ayuda a patrocinar que la ciudadanía permanezca en casa, hace colectas, prepara despensas, asistencia en salud y apoyo para que la gente pueda atender la orden de quedarse en casa.
La gente en Guayaquil no tiene agua para beber, menos para lavarse las manos. En Azuay, se producen desinfectantes locales, se sanitizan las calles, se garantiza el acceso al agua.
En Azuay tienen 450 casos confirmados de COVID-19 y 11 muertes. En Guayaquil hay oficialmente 15365 casos confirmados y 242 muertes “oficiales” (el Registro Civil informa de un incremento de cinco veces el número de muertes en relación con años pasados, 8,383 fallecidos en el mismo periodo, con un promedio de 335 muertes “irregulares” por día), y la ciudadanía se queja de un subregistro de casos. La misma Alcaldesa de Guayaquil, ha reconocido que “Nunca sabremos los números reales, porque no hay pruebas”.
Desde el primer día de la emergencia, el prefecto indígena de Azuay decidió suspender toda obra pública, para destinar los recursos para crear infraestructura de producción, sanitización, alimentación y protección de la población. Apenas el 14 de abril, después de que la gente empezó a morir en las calles, y no cabían los cadáveres en la morge, la alcaldesa de Guayaquil anunció que suspendía la obra pública e iba a comenzar a usar los recursos para atender la emergencia.
Guayaquil hace valer el toque de queda con detenciones arbitrarias, en condiciones incluso de riesgo para la salud de los detenidos, ahí los detenidos se cuentan por cientos. En Azuay, los pocos que violan el toque de queda son obligados a permanecer en sus casas, y después de la emergencia, deberán purgar alguna pena en prisión.
Al parecer, solo hay 128 millas entre Guayaquil y Azuay, pero en realidad, la distancia es histórica, ancestral, y a lo lejos, la primera potencia económica de Ecuador parece una ciudad sumida en una peste medieval que construye murallas de racismo y discriminación para dejar a los miserables fuera. Mientras que la provincia gobernada por un indígena, parece una urbe futurista, donde lo que importa es la humanidad por encima de la avaricia.
Ésta no es una historia de buenos y malos, ni romantiza el mundo indígena, no trata de exaltar a uno en detrimento del otro (en ambos proyectos aún hay rezagos, de género por ejemplo). Se trata de encontrar los orígenes de la pandemia. En la política económica, en los mecanismos de segregación social, en la construcción de la inequidad, en el fomento a la avaricia macroeconómica, en la deforestación, en el extractivismo y el desarrollismo occidentalizado, hay elementos que producen las condiciones para alojar organismos virales, como el COVID-19, que cuando encuentran el caldo de cultivo adecuado, lo explotan. También de trata de mostrar, con experiencias concretas, que hay formas humanas y solidarias con exitosos resultados para superar estas crisis.
Santiago Roldós, hijo del expresidente Jaime Roldós, expresa su pesar como guayaquileño, “En Ecuador, la gente no muere de COVID… la gente está muriendo de capitalismo”. El estado fallido se refleja en el extractivismo, el desarrollismo, la política económica neoliberal y el racismo, que han encontrado en Guayaquil una Placa de Petri para ayudar a crecer la pandemia a límites insospechados. Por el contrario, Azuay parece caminar en paz, en armonía con la Pacha Mama, rumbo a un replanteamiento de los procesos productivos hacia la soberanía alimentaria, de una nueva valoración del comercio justo, una revivificación del trueque como mecanismo de impulso a la economía productiva, y ensaya nuevas formas de creación de justicia social.
* paveluranga1@gmail.com