De la quiebra mundial a la «deuda infinita»
La quiebra financiera del 2008 demostró no sólo las serias limitaciones de la actual ciencia económica (perpleja ante lo que debiera haber diagnosticado de modo anticipado) sino su marcada ideologización neoliberal como mero “business management”, que ha venido reduciendo todas las apuestas posibles a la irracionalidad tecnocrática de las prerrogativas financieras. Hoy es el turno de la ciencia médica.
Si el crecimiento infinito es una finalidad inadmisible, ahora constatamos que sus consecuencias desencadenan una crisis también exponencial, que amenaza definitivamente la finitud de la vida. Y ello evidencia una crisis de sentido hasta existencial, cuyas dimensiones civilizatorias ponen en entredicho, hoy más que nunca, todos los credos y dogmas de fe modernos. El usual negocio “farmafioso” de inventar la enfermedad para después vender la cura, tenía que tener este desenlace; dejando al mundo revolcarse en su propio apocalipsis, provocado por el mismo conocimiento que ahora nos quiere vender la salvación, hipotecando la vida misma.
1. Crisis civilizatoria como “crisis de racionalidad”.
Si todo entra en crisis es porque la crisis ha constituido al sujeto en objeto de la crisis. El sujeto renuncia a su condición de sujeto y transfiere al fenómeno su propia voluntad; entonces se produce la incertidumbre y la crisis ya no se la enfrenta, sólo se la padece. Porque comprender y entender la crisis sería ya, de algún modo, más que enfrentarla, superarla; pero esto presupone un conocimiento que debiera estar a la altura de la crisis y dé razón de la crisis.
Eso es lo que constituye la autodeterminación del sujeto y le permite, superando la crisis, superar sus propias limitaciones; la crisis se hace conocimiento y ese conocimiento se hace autoconsciencia del sujeto. Esa debiera ser la faena regular de la ciencia. Pero algo que evidencia la plan-demia actual es una denegada realidad que ya fue advertida a principios del siglo XX (hasta por Husserl y por la física cuántica): la crisis de las ciencias europeas o, para ser más claros, de la ciencia moderna en su totalidad.
Cuando se habla de crisis civilizatoria, se olvida que una civilización entra en decadencia terminante cuando su propio sistema de principios y valores se desmorona y, en consecuencia, su sistema de creencias entra en crisis. Entonces asistimos a una pérdida de sentido existencial; porque las creencias básicas de una forma de vida (que constituyen su universo mítico) es lo que sostiene, en última instancia, el sentido mismo del mundo.
Desde ese sentido es que se hace posible cualquier sistema racional, o sea, el mito funda al logos, es decir, la razón es también una creencia. Por eso Damasio tiene razón cuando corrige a Descartes: el “yo pienso” es un sentimiento. Pues bien, una de las creencias o mitos que sostienen a la ciencia moderna en su conjunto y su auto atribuida infalibilidad es el “progreso infinito”; este mito constituye a la sociedad moderna como “la sociedad del futuro”.
Con la actual plan-demia y la prefigurada realidad de un mundo post-pandemia, esa creencia se ha hecho trizas. Si ya a lo largo del siglo XX, la literatura y el cine referían una desconfianza al progreso y el futuro que promueven ufanamente la ciencia y la tecnología, ahora esa ficción se ha hecho la más cruda realidad (la actual “científica” conjetura de origen natural del virus es la recurrente manía moderna de externalizar responsabilidades y jamás admitir injerencias humanas sobre la vida misma).
Eso implica ya no sólo el fracaso de un optimismo demasiado ingenuo en el futuro moderno sino del proyecto mismo que sustenta ese cándido optimismo en un progreso sin fin; lo cual nos lleva a sopesar críticamente el conocimiento que sustenta y legitima ese optimismo.
Porque cuando hablamos de racionalidad no nos referimos al racionalismo sino al conjunto de percepciones, visiones y creencias que fundan la particular cosmovisión que alimenta el horizonte de expectativas de un determinado mundo. La formalización de esa cosmovisión se llama ciencia. Por eso una crisis civilizatoria se traduce en una “crisis de racionalidad”, porque lo que entra en crisis y conduce al desmoronamiento apocalíptico de esa civilización desde adentro, es la imposibilidad de superar la crisis; porque si los mismos valores y creencias ya no tienen sentido, entonces tampoco el mundo que se tiene enfrente en pleno desplome vertical.
Lo que hace el actual confinamiento global obligado, como única respuesta a la plan-demia sistémica, es reafirmar el carácter irracional de un conocimiento que, a nombre de ciencia, no sólo que no sabe ponerse a la altura de la crisis, sino que responde con una supina ignorancia e irresponsabilidad ante la creciente amenaza que significaría la conculcación sistemática de todas y cada una de las relaciones vitales (que hacen posible lo que llamamos humanidad), por parte de los poderes fácticos. Esa ignorancia, también sistémica, nos conduce a la verificación que la crisis no sólo sucede afuera sino adentro y eso reafirma lo que verdaderamente nos enfrenta: una “crisis de racionalidad”.
El no saber dar razón de la crisis y del sentido mismo del mundo en crisis, devela una crisis civilizatoria en cuanto crisis existencial sin parangón en la historia humana. Los límites epistemológicos y metodológicos que podrían denunciarse, no son sino los límites históricos del mismo mundo que dio origen a una ciencia –convertida en el actual credo religioso– que toca fondo, junto a este mundo empapado en su decadencia conclusiva.
Entonces, una “crisis de racionalidad” no es sino la demostración del fracaso de un proyecto de vida y la impotencia del conocimiento que ha producido para sólo auto-justificarse en una típica indulgencia ego-centrista. No es que el individuo moderno-burgués desarrolle de modo excepcional un ego-centrismo exagerado, sino que, el mismo conocimiento que le sostiene y que funda sus pretensiones, contiene esa nota.
Desde Descartes en adelante, la propia filosofía moderna funda en el ego el criterio de todo lo que ha de ser racional, justo, bueno, verdadero, etc. Por eso Nietzsche llega tarde a esta historia. El deicidio lo comete la modernidad naciente y el dios sustitutivo que desplaza al dios medieval, no es otro que un ego abstraído de su propia existencia natural (y en contra de esa existencia natural). Éste se constituye en centro empoderado y produce el conocimiento pertinente para “saberse centro” y, ahora, gracias al desarrollo del ámbito financiero, se consolida como 1% y, como un verdadero usurpador de lo divino, se propone hacer, del apocalipsis que ha producido, su propia tierra prometida; cuyo ingreso en un mundo partido entre el cielo y el infierno, sólo será para los “marcados por el sello imperial”.
2. El asalto neoliberal al pensamiento crítico.
La ignorancia globalizada por la mediocracia mundial constituye la prueba más rotunda del fracaso de la “era de la razón” –como se autodenomina el mundo moderno– que, ante la plan-demia actual (activada no sólo en laboratorios sino planificada por think tanks subvencionados por el poder financiero), sólo sabe contemplar el desfallecimiento social de toda confianza y fe en las certezas del mundo que impulsó el capitalismo como la forma de vida supuestamente más racional y deseable.
El que los colegios profesionales de salud nacionales sólo sepan subordinarse a los protocolos –ineficientes y ya muy dudosos– del primer mundo y ni siquiera imaginar de modo creativo respuestas locales preventivas y terapéuticas ante la infección viral, sólo demuestra una ignorancia hasta epidémica que es promovida por las propias facultades de medicina.
La mera adopción de protocolos diseñados en el primer mundo, sin ningún ápice de criticidad a la hora de su implementación local –como es la diseminación de vacunas que ya no constituyen prevención alguna– sólo constata una pérdida de sentido crítico en el propio ejercicio profesional. Los médicos han dejado de atender la semiología y la historia clínica para el diagnóstico riguroso de enfermedades, dedicándose sólo a aplicar protocolos y prescribir terapias diseñadas por las farmacéuticas (como en todas las otras ramas profesionales, los médicos son entrenados en el arte de la venta y la “farmafia” ha diseñado todo un sistema académico para premiar muy bien a sus mejores “vendedores”).
Todo ello tiene que ver con la falta de criticidad y exclusión de todo pensamiento crítico que impulsa el sistema académico global a nombre de “actualización científica”. En eso consistía el asalto neoliberal a las universidades y, con mayor insistencia, a las academias domesticadas del tercer mundo.
El asalto neoliberal a las universidades tenía ese fin: expulsar el espíritu crítico de toda formación profesional (porque esa era la misión del neoliberalismo como cultura intelectual: acabar con el pensamiento crítico). Por ello no era raro advertir la insurgencia fascista profesional ante cualquier política a favor de las grandes mayorías empobrecidas en los últimos años, sobre todo en Bolivia.
Esta crisis no se relativiza por la infinidad de producción académica actual, además prácticamente inútil, superflua e infecunda y que sólo amontona una cacofónica redundancia de lo mismo que son los valores e intereses imperiales extendidos como ideología académica y profesional. Todos los circos académicos e intelectuales periféricos no representan sino la implementación de una política tecnocrática de actualización continua de protocolos que, como recetas o manualitos, sólo develan la total ausencia de autonomía de decisión y soberanía científica que cunde en las universidades colonizadas de nuestros países.
Por ello las universidades, lejos de hacer ciencia, han quedado reducidas, por el neoliberalismo, a una mera industria de títulos al mejor postor. Una sociedad que cree ingenua en el “valor” actual de la educación y fetichiza la meritocracia de papel, ahora ve absorta cómo, con la plan-demia actual, busca respuestas donde sólo encuentra la misma perplejidad suya, haciendo más ostensible el derrumbe de la confianza moral ante lo que resultó un puro mito: los supuestos expertos, nacionales e internacionales sólo saben inflamar el miedo y la incertidumbre actuales.
Toda la zozobra e incertidumbre mundial creada por los poderes facticos y hasta por la propia OMS, debía ser atenuada y despejada por la ciencia médica y los contingentes de médicos y salubristas que debían de estar a la altura de un fenómeno nada novedoso en la historia; ya que las epidemias y pandemias han sido recurrentes en toda la historia humana. Ahora que la sociedad moderna se jacta del avance científico actual, no sabe qué decir frente al fenómeno pandémico (que cuantitativamente no supera la cifra de afectados por otro tipo de epidemias recurrentes para denominarse de modo tan perturbador), que está conduciendo al mundo entero a una situación de quiebra, ya no sólo económica sino extendida a todos los ámbitos de la vida humana.
3. El neoliberalismo como “modernidad in extremis”.
Para comprender, de mejor modo, este rapto ideológico de todos los ámbitos supuestamente “pensantes” en nuestras sociedades, recordemos lo que decía Karl Rove, consejero de seguridad de baby Bush, el 2004, respondiendo a la intelectualidad periférica: “Ahora somos un Imperio y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad. Y mientras ustedes estudian esa realidad, juiciosamente, como ustedes quieren, nosotros actuamos nuevamente y creamos otras realidades, nuevas, que ustedes pueden estudiar igualmente, y así suceden las cosas. Nosotros somos los actores de la historia. Y ustedes, todos ustedes, sólo pueden estudiar lo que nosotros hacemos”.
La sumisión ya no sólo política sino hasta intelectual, devela lo que llamamos “conciencia satelital” de la periferia que, por ejemplo, en la plan-demia actual, no sabe ponerse a sí misma como referencia sino siempre a la narrativa que impone el centro. Porque, en última instancia, lo que sostiene las apuestas vitales y políticas que me propongo, depende de la narrativa que adopto; es decir, todas mis opciones dependen de, qué creo o a quién le creo.
Si creo ingenuamente, por ejemplo, el relato sinófobo del origen natural del contagio, vía murciélago o pangolín (que además están más valorados en la dieta tailandesa o vietnamita y, curiosamente, no poseen las cifras de contagio explosivas de Europa o USA), legitimo entonces la narrativa imperial que, diseminando la sinofobia gringa, propago el rechazo a todo lo que es chino para, de ese modo, alimentar la anacrónica e ideológica “superioridad” de Occidente.
Lo más peligroso: reafirmo los prejuicios modernos (argumentando contra mí mismo) que naturalizan las desigualdades y justifican las estructuras de dominación existentes: el problema no es el sistema, la economía o el capital, menos los ricos (blancos por supuesto), sino la gente, es decir, los pobres, los indios, los negros, los chinos, etc. Es decir, a qué o a quién le creo, establece los marcos de interpretación que asumo y desde donde adquieren sentido las apuestas políticas que admito.
La “crisis de racionalidad” también tiene que ver con que no se puede afirmar una perspectiva crítica si se parte ingenuamente del relato hegemónico (como formalización siempre actualizada de sus prejuicios), porque, de ese modo, sucede lo que señala Rove: ellos son los actores y nosotros el rezago de lo que hacen, mientras otra realidad se va reconfigurando, dejando al pensamiento crítico en un endémico movimiento satelital frente al relato imperial, que es siempre la potestad de su percepción. Esa “conciencia satelital” no deja de ser colonial y lo que puede producir como emancipación es apenas una resonancia que la periferia tributa como anulación de su propia representación.
El relato dominante, lo que hace, después de su decadencia crónica que remata en la actual crisis plan-démica, es restaurar los mitos modernos, imponiendo su perspectiva “científica” como la única racional; dejando sin posibilidades de acción a otro tipo de saberes provenientes de las culturas negadas –por esos mismos mitos modernos– como posibles alternativas ante un fenómeno que la misma ciencia no sabe determinar, hasta ahora, su grado real de inminencia. Porque eso sería admitir, de una vez por todas, su desmedida auto-confianza en un conocimiento tan falible como cualquier otro, pero que se concibe sin más, como lo único verdadero y universal; es decir, el primer mundo y su universo institucional tendrían que admitir que su legitimidad, ufana de la ciencia que le sostiene, es ilegítima.
Casi todos los países han adoptado, sin mayores cuestionamientos, los protocolos emitidos por una OMS que debió haber previsto esta situación ante la existencia recurrente de epidemias acaecidas recientemente; es más, si el virus es una modificación hecha en laboratorio, el organismo no ha expresado ningún interés decidido en develar el asunto. Si de un tiempo a esta parte la propia OMS ha sido cooptada por la “farmafia” (vía financiación “humanitaria” y “filantrópica”), no es de extrañar que sus protocolos globalizados apunten a la tan anunciada vacunación mundial. Lo cual abre un panorama bastante sospechoso y que ya ha sido objeto de denuncias a nivel global: la implantación de un darwinismo social vía vacunación, es decir, una nueva clasificación y selección mundial que realice las prerrogativas neo-malthusianas del 1%.
No es sólo desde el 1972 y el famoso “informe al Club de Roma” (conocido como “Límites del Crecimiento”), que el primer mundo y sus poderes fácticos aspiran a una nueva “selección natural” que elimine a los “perdedores” en la competencia global que impone el mercado capitalista. Es desde el inicio del mundo moderno que se naturaliza una clasificación antropológica que hace posible el diseño geopolítico centro-periferia. El racismo, en ese sentido, se constituye en el meta-relato-moderno-occidental que biologiza las diferencias culturales y legitima, desde entonces, una selectividad racializada que está en la base y la estructura de toda clasificación social y toda la división internacional del trabajo.
Aquí también radica la hipocresía del primer mundo; ya que el ébola, el sars, la gripe aviar, etc., no constituían “pandemia” porque no afectaban al primer mundo. Ahora que el virus llega a Europa y USA es que recién se declara pandemia, porque el contagio sucede dentro de las “fronteras del ser”, es decir, ahora es pandemia global cuando afecta a los ricos del mundo, a su espacio vital.
Los países periféricos, como los de Sudamérica, como es costumbre de las elites coloniales, sólo saben repetir lo que harían los países centrales, sin saber estos lo que hacen. La domesticación del que llamaba Malcolm X el “house slave” o esclavo doméstico, es muy pertinente para describir a nuestras elites –desde las políticas hasta las intelectuales– en coyunturas como la actual, cuando no sólo faltos de imaginación y creatividad sino hasta de sentido común, optan por lo único que saben hacer: la réplica instintiva de todo lo que hace el centro, aunque sea lo peor (porque supuestamente ellos y sólo ellos son los “expertos”).
Pero lo más preocupante es que se niegue, amedrente, descalifique, como en una auténtica y actualizada política de “extirpación de idolatrías”, cualquier otra opción proveniente de nuestras medicinas ancestrales y hasta de las homeopáticas o alternativas. Frente a un aumento de casos, ya sean inducidos, falseados o provocados, se insiste en protocolos que ya desatan demasiadas dudas, no sólo por su relativa efectividad sino sobre todo por una sesgada información que sólo sabe rellenársela de intimidación y miedo (coadyuvado por los mass media).
Se impone un rotundo sometimiento al dictamen de la ciencia creadora de enfermedades y patrocinada por la “farmafia” global y no se da lugar a nada que no sea los protocolos tecnocráticos que, sospechosamente, entran en consonancia con un ya advertido “nuevo orden mundial” acorde a las necesidades exponenciales del 1%, ahora en literal contradicción con la sobrevivencia de la humanidad entera.
La doctrina moderna más acabada entra en disputa –ante la constatación global de una “rebelión de los límites” mismos de la naturaleza y del planeta– con la vida misma: una economía del crecimiento infinito, acorde a la codicia como forma de vida moderna, es incompatible con toda la vida; en ese sentido, los billonarios del mundo optan y ejecutan, por necesidad unilateral, la implementación explícita de la más cara doctrina civilizatoria moderna: Yo soy si tú No eres, Yo vivo si tú No vives.
En ese sentido, todos los anuncios de un mundo post-pandemia sólo reafirman la continuidad de lo que ya se viene ejerciendo como nueva normalidad anormal en un “mundo sin alternativas”, que era, también y curiosamente, el emblema del neoliberalismo a la Thatcher y Reagan. Para Margaret Thatcher –inspirada en Hayek y Friedman– lo único que existe es el individuo, y éste es el que ahora –empoderado por la ideología neoliberal, hecho 1% y en potestad de más del 60% de la riqueza global– se alza contra la humanidad para decidir, como un auténtico dios, quién vive y quién muere.
La política del Estado mínimo y la libertad irrestricta del mercado conducían a este callejón sin salida. Desde que el capital productivo es subordinado a las prerrogativas del capital financiero, las contradicciones que produce el capitalismo y su tendencia desarrollista, son agudizadas de modo irracional y, por mediación de la globalización, llevadas a un punto de mera política de sobrevivencia.
“El mundo basta y sobra para todos, pero no para la codicia infinita de unos cuantos”, decía Gandhi. La codicia, como forma de vida moderna, está hecha para la satisfacción nunca satisfecha de esos cuantos que, nunca dispuestos a abandonar sus pretensiones, conducen a todos a una situación sin salida: Yo vivo si tú No vives.
Esta situación provocada por la apuesta de mera sobrevivencia nos conduce a una situación de guerra de facto. La cuarentena global constata aquello; porque se trata de un encubierto arresto domiciliario que apunta a la conculcación de un derecho humano básico: si la protesta se reprime y hasta criminaliza (con la connivencia de la propia sociedad) entonces no hay rebelión posible y esto constituye la plena realización de todo Estado de excepción.
Desde el 2001 y el auto-atentado a las torres gemelas, el Imperio adopta la política del “caos constructivo” o “guerra infinita”; desde entonces se globalizan también los enemigos señalados por el Imperio y empieza una política de deshumanización de los desobedientes (congregándolos en el llamado “eje del mal”) para legitimar posteriormente una política explícita de aniquilación mundial.
A partir de aquello, podemos colegir que, las preocupaciones del FMI en torno al gasto que implicaría, para el sistema económico, las jubilaciones, señalando a la población senil como una literal carga para la “frágil” economía, no hace sino develar el apetito que el poder financiero tiene por el sistema global de pensiones (ya les queda poco por apostar en su demencial casino financiero mundial, así que van por lo poco que queda en una literal política de desposesión de riqueza, o sea, piratería abierta y sin tapujos).
Antes de declarar la plan-demia y la cuarentena obligada “a los sanos” (sin una clara e indudable política preventiva y terapéutica, adecuada además a las diferentes realidades que vive cada país), los organismos internacionales ya optaron apresuradamente por alinearse a directrices que no emanan ni siquiera de los gobiernos centrales sino de la burocracia financiera y la urgencia de enmendar la irracional y maligna burbuja creada por (a decir de Warren Buffet) las “armas financieras de destrucción masiva”, o sea, los famosos derivados. Para reciclar soberbiamente esa irracional burbuja financiera y naturalizar el “dinero fiat”, se debía provocar un colapso global sin posible remedio.
El fracaso del sistema económico tiene que pagarlo la humanidad toda, y esto no es más que la actualización de la política de “gestión de riesgos” que se implementa decididamente con la des-regulación de los mercados financieros que efectúa la administración Reagan (cuando remueve a Paul Volcker y pone, como jefe de la FED, a Alan Greenspan); es decir, los riesgos reales ya no son nunca más asumidos por los apostadores financieros mundiales sino, gracias a la globalización que promueve el dólar, por toda la humanidad.
El confinamiento impuesto a nivel global tiene sentido en ese contexto y responde a esa misma “gestión de riesgos” que, en nuestros países, delata una política implícita de darwinismo social. Por eso el fenómeno pandémico aparece selectivo y dirigido a poblaciones específicas, empezando por los ancianos y terminando en negros, latinos, indios y, en general, todos los pobres del planeta. La propuesta de vacunación mundial de Bill Gates (avalada por los poderes fácticos) es entonces coherente con un provocado “nuevo orden mundial” post-pandemia (por ello incluso se filtra una condición que pone, sobre todos a los Estados periféricos: la ejecución de una vacunación generalizada y obligada exime de cualquier responsabilidad a la Fundación Gates, de algún efecto colateral que puedan provocar sus vacunas).
En esta trampa encubierta, que la política de la cuarentena global ha desatado, mediante una promoción mancomunada por los mass-media, es que los poderes facticos, tomando como portavoz a una desacreditada OMS –raptada por la “farmafia” global– buscan remediar la decadencia vertical del sistema-mundo moderno, su diseño geopolítico centro-periferia y toda su institucionalidad post-Bretton Woods creada para un mundo exclusivamente dólar-céntrico.
El egocentrismo prototípico de la modernidad, diseñado para impulsar una economía que, para su óptimo desarrollo, produce individuos egoístas que persiguen la satisfacción única y exclusiva de sus intereses puramente particulares; es la plataforma moral que ha creado la ilusión gigantográfica de una riqueza posible para todos, cuando, en los hechos, esa apuesta hecha forma de vida es la que genera la inconmensurable producción de miseria material y espiritual y que, en la actualidad, demostrado su rotundo fracaso, sólo ve como única opción el sacrificio sistemático de los verdaderos productores de riqueza, o sea, los pobres producidos por el mismo capitalismo.
Ese desprecio tiene lógica y tiene historia y es lo que se halla detrás de la clasificación antropológica racista que produce la modernidad para auto-justificarse como la única cultura digna de llamarse “humana” que, de genocidio en genocidio, desde el 1492, sólo ha demostrado ser la forma de vida más perversa y siniestra que haya podido originar la expansión europea desde el siglo XVI.
La primera guerra biológica no sucedió en el siglo XX sino en la Conquista del Nuevo Mundo y eso manifiesta la enferma patología de los conquistadores que tenían a sus propios virus como vanguardia ofensiva de su guerra no declarada. Así como Trump no representa una anomalía gringa sino encarna fielmente a la idiosincrasia excepcionalista norteamericana, así también esta plan-demia no es sino la continua política aristocrática moderna euro-gringo-céntrica llevada por otros medios. Sus “armas de destrucción masiva” pasaron de ser nucleares a financieras, de cibernéticas a virales. Y los que producen la enfermedad ahora nos quieren vender la cura. El círculo vicioso perfecto.
4. De la quiebra mundial a la “deuda infinita”.
Lo peor que podía habernos pasado en Bolivia fue el golpe de Estado. En la improvisada y errática política que impone la dictadura actual, podemos ver a dónde nos conduce la cuarentena infructuosa o, dicho de mejor modo, la anomia estatal en progreso. Un país de relativa consistencia estatal y frágil estabilidad económica, puesto a confinamiento despiadado, sólo puede tener como probable destino su quiebra sistémica. Este panorama es el que se va dibujando en el contexto mundial.
Si los crecimientos económicos ya no son posibles en el primer mundo, entonces, en plena crisis existencial civilizatoria, lo único que les queda a los poderes fácticos es implementar, de modo más decidido, la política de acumulación por desposesión, pero esta vez, consentida por las propias víctimas. De ese modo, la situación provocada de quiebra generalizada –vía cuarentena prolongada con cara sanitaria– se presenta como el mejor campo de “aprovechamiento de oportunidades” para que el 1%, por mediación del FMI y el Banco Mundial, hagan que la burbuja financiera y el dinero fiat aparezcan en la economía global como el Mesías apocalíptico que salve al mundo y origine la encomienda divina del “arrebatamiento” de los elegidos; es decir, la imposición ilimitada e indefinida de una política global de darwinismo social, que le conferiría al sistema económico prerrogativas hasta divinas.
La “selección natural” darwiniana la decide el Moloch moderno: el mercado y el capital global; y ante él los poderes fácticos realizarían el sacrificio expiatorio de los “inferiores”, “atrasados” y, gracias a la plan-demia –como diría el Dante–, “despojados de toda esperanza”. Quienes queden (como sobrevivientes entidades formalmente estatales), pagarán su salvación por el consentimiento, rubricado en sangre, de consagrarse piadosamente al “reino de la deuda infinita”.
Esta “deuda infinita” es la otra cara de los “bonos perpetuos” que plantea George Soros vía Comisión Europea. Este nuevo tipo de deuda representa una figura económico-teológica que pondría en jaque a todos los Estados, acorralados en la inminencia de una gobernanza global con atribuciones ilimitadas. Si somos precisos, más allá de los prejuicios seculares de la intelectualidad moderna, esta “deuda infinita” es la realización absoluta y universal de la religión sacrificial que impone la Cristiandad occidental greco-latina, como exigencia infinita del dios banquero, que hace de la deuda el sacrificio perfecto para pagar infinitamente el deicidio y el “pecado original” (el infierno en la tierra).
Pero un dios que no perdona es incompatible con la vida. Por eso se trata de un dios de la muerte y, con su poder financiero, habiendo asaltado la economía mundial, ahora se encuentra en las mejores condiciones de imponer un apocalipsis con cara de redención exclusiva para el 1% de billonarios globales. (Los ricos se hicieron una aguja colosal para hacer pasar todos los camellos que se les antoje y, de ese modo, demostrar que el reino de los cielos tiene precio, y poder contradecir al mismo hijo de Dios y comprar el cielo y el paraíso).
Por eso la creación de anomia estatal no era episódica o circunstancial. Lo sucedido en Bolivia no estaba lejos de lo que se venía para todo el mundo. Frenar el éxito expansivo chino o ruso ya no es posible, por eso se tenía que escarmentar cualquier tipo de éxito económico en el patio trasero del Imperio (que, para colmo, abra su economía a China y Rusia). El rapto de Latinoamérica era y es fundamental para contrarrestar la inevitable expansión de la Ruta de la Seda y la geoeconomía del Pacífico. En esta lucha de sobrevivencia imperial, la plan-demia ha complejizado y complicado las opciones vitales y arrastrado ahora a la humanidad a un estado de default moral.
Por eso la quiebra trasciende lo económico cuando el confinamiento (agudizado por el miedo que propagan los medios) altera la propia convivencia humana, llevándonos a la clausura paulatina de las relaciones humanas mediante la desconfianza generalizada. Lo que era un despropósito dictatorial en el derecho (la conculcación de la presunción de inocencia), ahora se expresa en la salud: “todos somos enfermos hasta que se demuestre lo contrario”. Pero en un mundo injusto y desigual, hasta la demostración tiene su favoritismo.
Por eso los ricos, en semejante clase de mundo, optan por la sobrevivencia, porque saben que todo tiene precio y, si los beneficios empiezan a encarecerse, porque los recursos empiezan a escasear, entonces, en su lógica mercantil e instrumental, no hallan otra opción que la beligerante. Es lo que tenemos enfrente: una guerra no declarada, de carácter hibrido e infinito. Ese es el callejón sin salida al que conduce una economía de la muerte y una forma de vida basada en la codicia, la opulencia y el despilfarro.
La sociedad moderna se encuentra en su laberinto definitivo. Pero eso no significa que baste el diagnóstico para suscitar un cambio definitivo. Vale la aseveración que hace Larken Rose: “la mayoría de la gente preferiría morir que reconsiderar objetivamente el sistema de creencias en el cual crecieron (…) si les fuese sugerido que son sus propias creencias las que contribuyen a la miseria que tanto les conduele, ciertamente lo negarían sin pensarlo dos veces”. Por eso el capitalismo, que crea crisis y vive de la crisis, no muere, porque el mundo es también un estado de conciencia y si la conciencia social es equivalente al mundo objetivo, aun en su plena decadencia, entonces el mundo sigue en pie, porque aquella equivalencia es la creencia que se le brinda y necesita el mundo, como alimento energético, para su reposición.
Esto es lo que se les escapa a los socialistas utópicos actuales, tipo Zizek, que se ilusionan ingenuamente con un derrumbe inevitable del capitalismo. Tampoco Habermas atina a considerar que no se trata de que “nunca habíamos sabido tanto de nuestra ignorancia ni sobre la presión de actuar en medio de la inseguridad” sino también, entre otras cosas, de una idea de legitimación democrática confiada a los expertos y especialistas (como argumenta su “pragmática universal”), lo que ha mermado seriamente una real democratización de, por ejemplo, la “Comunidad Europea de Naciones” (que tiene a Habermas como uno de sus inspiradores). Antes de la plan-demia, esta “comunidad” ya estaba desahuciada y lo que hizo el virus fue simplemente demostrar la decadencia hasta moral en la que se encuentra una Europa que nos muestra que jamás fue ejemplo para el mundo y menos ahora, cuando dan muestras de una completa falta de solidaridad entre sus propios miembros. No en vano la pérfida Albión, por medio del “Financial Times”, crea el acrónimo PIGS para expeler su profundo desprecio al sur de Europa. Primero sacrificaron a Grecia, ahora el orden continúa con España e Italia.
Esa falta de solidaridad es algo que demuestra que, de comunidad, Europa sabe muy poco. Y es algo que delata que, ante la plan-demia, el poder oculto o Estado profundo ha instituido, a nivel global, la política del “sálvese quien pueda”. Hay mucho dinero que precisa ponerse en movimiento, hacerse capital, para seguir la espiral exponencial de crecimiento del verdadero virus parasitario que azota a la humanidad y la naturaleza por cinco siglos.
La deuda que se viene diseñando tiene por eso significación hasta teológica, porque se trata de restaurar los mitos fundacionales que hacen posible al reino de este mundo. Una “deuda infinita” es imposible de pagar, por eso ya no hay futuro para la humanidad; la demolición planificada del Estado de derecho, el derecho internacional y el multilateralismo, que ya se venía aplicando bélicamente, ahora encuentra en la plan-demia global, el mejor escenario para su aniquilación definitiva.
Como en la colonia, así como los indios tenían que pagar, con el tributo indígena, el derecho a vivir, ahora son las naciones del mundo las que se encuentran en semejante realidad. “Vivir a costa de otro” fue siempre la divisa del tipo de individuo que produjo el mundo moderno y el capitalismo. Por eso la sociedad moderna, a confesión de Hegel, es, por necesidad interna, productora constitutiva de desigualdades continuas y crecientes. Por eso los billonarios siguen en sus irracionales apuestas financieras, porque saben que, en este mundo, todo es negocio. No les importa que el mundo se venga abajo sino, ¿cuánto dinero podrían hacer cuando el mundo se venga abajo?
5. El pueblo como la incógnita dura en la ecuación plan-démica.
La plan-demia ha sido concebida con anticipación y, por mediación de una crisis sanitaria a nivel global (sabiendo que cualquier evento epidemiológico iba a desnudar el desmantelado sistema público sanitario por las políticas de privatización que se vino implementando por la globalización neoliberal), lo que se buscaba y pretende imponer es un panóptico mundial, donde se despliegue “libremente” una siniestra política de obediencia incuestionable a un “nuevo orden” impuesto por un fatalismo inventado; en ese sentido, la cuarentena no tiene propósitos médicos sino políticos y debiera ser analizado como lo que es: un ejercicio estratégico de militarización de la sociedad civil.
La encadenada dependencia de las economías periféricas al sistema mundial, agudizada por la globalización financiera del dolarcentrismo, hace que la mayoría de los países, sobre todo los reducidos a sumisión colonial, no puedan ejecutar ningún tipo de adecuaciones locales de los protocolos emitidos e impuestos por el centro y sus organismos (incluso países como Venezuela o Cuba no pueden eludir abiertamente las directrices de, por ejemplo, la OMS, apostando por políticas sanitarias desmarcadas de las impuestas). Por eso la plan-demia podía poner en jaque a casi todo el mundo, porque gracias a la globalización, los Estados poseen una exigua capacidad de soberanía política, temerosos además de la invasión o el bloqueo económico que puedan sufrir (desde el 1961, el escarmiento contra Cuba ha sido vendido perversamente al mundo como fracaso económico propio).
Rusia y China, teniendo más capacidad de maniobra estratégica, parecen apostar, en medio del arrinconamiento nuclear, a la paulatina anulación de la geopolítica occidental. El diagnóstico que manejan todavía no se expresa abiertamente y, al parecer, el descalabro paulatino de la economía occidental, da lugar a sus previsiones de una implosión no calculada del sistema económico en su conjunto (la reciente promoción de la moneda digital china e-RMB como nuevo patrón del comercio internacional, desplazando definitivamente al dólar como única divisa universal, afirmaría esa apuesta).
Si se trata de hacer cálculos, lo que la autosuficiencia occidental soslaya es el hecho que otras civilizaciones, como la China, hace cálculos mucho más complejos y estratégicos. Pero los chinos no son ilusos y saben del poder que podría desatar una bestia moribunda y, sobre todo, amenazada.
Ya no estamos frente al Imperio decimonónico del mundo unipolar. Si quisiéramos definir, en ese contexto, al Estado profundo, tendríamos que recordar al presidente Eisenhower y su “farewell to the nation”: el aparato militar-industrial que denunciaba tener un poder e influencia crecientes sobre toda la sociedad norteamericana, constituía la tensión imperial que se propone al interior de un Estado con capacidad de irradiación exponencial de su poder estratégico. En ese sentido, el Estado profundo es aquella capacidad de trascender su carácter inicial de Estado particular y proponerse universal, en este caso, imperial.
Por eso genera la globalización, como mediación afirmativa de su carácter imperial o de dominación exponencial. Por eso hay que subrayar siempre que un Imperio no lucha por intereses particulares. Su objetivo es el poder absoluto, es decir, el poder total. En nombre de ese poder absoluto es que sus intereses, ahora hecho valores, se hacen exponenciales, o sea, divinos. En eso consiste, la grandeza y la miseria de su pretensión de dominación exponencial.
Por eso, cuando hablamos de una situación post-imperial en un mundo partido en dos (el orden y el caos, o el cielo y el infierno), no nos referimos al fin del Imperio sino a una complejidad mucho más siniestra. El Estado profundo, desde los setentas, y la política de reducción neoliberal del Estado mínimo, anunciada por Zbigniew Brzezinski, iba en la dirección de reconfigurar al sistema-mundo como sistema-matrix; en ese sentido, el Estado profundo no es una gobernanza mundial sino el Sanctum Sanctorum del proyectado “nuevo orden mundial” (esa es la “hibris” humana en su mayor expresión y lo que da lugar a las conjeturas conspiracionistas más fantásticas; sin olvidar que han sido y son, los poderes facticos y sus agencias de inteligencia, los primeros diseminadores de teorías de la conspiración).
Kissinger (quien ya se apresura a proponer un nuevo orden mundial post-coronavirus, porque señala que, “se alterará el orden mundial para siempre”) tenía razón al describir la evolución de la autoconsciencia imperial: “controla los alimentos y controlarás a la gente, controla el petróleo y controlarás a las naciones, controla el dinero y controlarás al mundo”. Esta última consonancia con la divisa de los Rothschild (“denme el control de la moneda y pongan cualquier gobierno”), es ahora consumada con la plan-demia global: “administra la enfermedad y determinarás, como dios, el destino mismo, es decir, la vida y la muerte de todos”.
Una visión contemplativa sólo puede recluirse en el absorto deslumbramiento de esta calculada plan-demia, pero de lo que se trata es de sobreponerse, superar la determinación impuesta, y no quedar atrapado en lo que señalaba Karl Rove: “nosotros, como Imperio, hacemos la historia, y ustedes sólo pueden estudiar lo que nosotros hacemos”. Por eso el asunto, en última instancia, es de percepción, es decir, del tipo de perspectiva que adopto, a la hora de realizar el diagnóstico de la patología del mundo que habito. Si me sitúo en la perspectiva imperial, no hallo salida, porque me encierro precisamente en el callejón sin salida al cual me conduce la apuesta de sobrevivencia del 1%. Pero la perspectiva imperial, en su marcado desprecio aristocrático, siempre olvida algo: el factor pueblo.
La perspectiva imperial cree que nos encontramos en una situación apocalíptica, pero, en realidad, nos encontramos en un éxodo mundial, es decir, en un tiempo mesiánico. Por eso hay que ver la plan-demia y su consecuente cuarentena global, como ejercicio militar, es decir, como “geopolítica de disuasión estratégica”; pues de lo que se trata es de imponer un “nuevo orden mundial”, sin contemplación alguna, sin que nadie pueda objetar nada y sin necesidad de consensuar con nadie.
Pero esa visión, si bien presupone quiebras sistémicas estatales y una posterior lucha competitiva mucho más despiadada de las economías sobrevivientes, llevándonos a una diseminada y explosiva guerra de aranceles, con la más que probable quiebra mundial, no posee, en el algoritmo que imaginan, el enigma resuelto del factor decisivo, la incógnita dura de la ecuación imperial: el pueblo en tanto que pueblo.
Si recordamos el éxodo, el corazón del faraón es endurecido para que se manifieste otro poder indescifrable, que es el que guía al pueblo hacia su liberación. Más allá de que sea una narrativa particular, lo que nos debiera interesar es el hecho de que un proceso de liberación presupone eventos apocalípticos para la perspectiva de dominación pero de “revelación” para el desiderátum utópico popular. Es en ese proceso que se constituye el pueblo en pueblo verdadero.
Pero esto ha de suponer una transición existencial de los pueblos a la plena autoconsciencia de su definición histórica definitiva; es decir, el reconocimiento de su propia potencia utópica como la masa crítica necesaria para provocar la insurgencia conclusiva de todos los pasados olvidados y toda la historia negada, de todos los futuros excluidos y los porvenires diferidos por el tren del progreso moderno.
La salida del Egipto, o sea, del mundo imperial, es siempre existencial. Por eso dicen los sabios: es más fácil salir del mundo que el mundo salga de uno. La primera es una salida formal, en cambio la segunda implica una salida como apuesta consciente de proponerse una nueva forma de vida. Esto es lo que nuestros pueblos han insistido a lo largo de toda su insurgencia como re-vuelta a una situación de ruptura ontológica con el devenir histórico impuesto por el mundo moderno, es decir, crear el Pachakuti o tiempo mesiánico.
Liberarse ahora quiere decir volver a lo nuestro, a nuestras medicinas, a nuestras plantas maestras, a nuestros alimentos, apostar por lo propio y, en ese retorno, dar definitivamente la espalda al mundo que se viene abajo por sus propias desmesuras. “Dominar la naturaleza” siempre fue un despropósito y jamás admitido por la cosmovisión de nuestros pueblos, y ello fue siempre una constante en la insurgencia popular que reivindicó en su grito, el grito de la Madre, la PachaMama. La desmesura de dominación, que impulsa al progreso moderno, ahora se la radicaliza con el dominio sobre la vida misma, como el último eslabón de una mercantilización absoluta.
Pero no se puede jugar con la vida misma. Ningún cálculo puede pretender una perfecta predictibilidad ante la contingencia de la propia realidad. Quienes ahora se creen dioses para decidir la vida o la muerte de la humanidad, se han creído la ilusión que provoca la inteligencia artificial. Ésta dependerá siempre de la información humana suministrada en sus operaciones lógicas, y esto es lo que relativiza y hace falibles sus algoritmos conclusivos.
El factor humano es imposible de cálculo, más aún cuando hablamos del resto crítico que se constituye en pueblo. Un mundo constituido en totalidad cerrada no puede, por definición, abarcar la exterioridad excluida y negada. Por eso el pueblo produce su liberación, desde su propia autodeterminación. En esa su auto-constitución en sujeto es que se descubre a sí mismo, su propia potencia histórica y utópica, que supera no sólo su dependencia sistémica sino su mismo presente y le abre al porvenir que proyecta su propio anhelo de vida.
Por eso el pasado, su propio pasado, la historia que renace en su propia liberación, le es inspiración decisiva para alumbrar la dirección de su propio horizonte utópico. Volver entonces significa recogerse, acopiar las semillas que sobreviven en su lucha para despertar la tierra de sus sueños. Por eso no triunfa el Imperio y así como más de la mitad de su flota de portaviones se encuentran varados (infectados por el virus están los USS Roosevelt, Nimitz y Carl Vinson, en reparación los USS Lincoln, Washington y Stennis, además de estacionados los USS Bush y Ford), así también la pesadilla de Bahía de Cochinos vuelve a perturbarle su propia confianza en la última frustrada invasión a Venezuela.
Entonces, la cuarentena tiene, como fin político, desmovilizar a los pueblos y hacer imposible toda resistencia; pero el Imperio no sabe que la reclusión también puede servir para restaurar comunidad y memoria, para que el pueblo se reinvente a sí mismo y reinvente su propia lucha. Hoy es vital volver a nuestras plantas maestras, a nuestras medicinas/alimentos, demostrarle al mundo que no en vano hemos sobrevivido cinco siglos gracias al consumo de lo nuestro.
Desde nuestra cosmovisión, hasta el virus es una semilla, a la cual se puede criar, se la puede recibir y despachar bien, como se hace a la gente (siendo manipulación de laboratorio, el virus es un Frankenstein creado para dar miedo, pero él también sufre, sabiendo lo que le han hecho). Sólo la ciencia médica moderna concibe a las enfermedades como enemigas y opera sobre ellas terapias bélicas, no sabiendo que atacando a la enfermedad ataca al propio cuerpo, y al alma. Esta concepción bélica que maneja la medicina moderna es lo que ha entrado en crisis a fines del siglo XX, pero sigue gozando de credibilidad gracias a la cooptación que ha hecho la “farmafia” global de todos los medios de comunicación y las universidades.
Por eso el macabro interés en suprimir y exterminar cualquier disidencia frente a los protocolos sanitarios que dictaminan los poderes facticos. Todo con el fin de imponer la vacuna universal como única salvación del limbo inventado. Nadie nos dijo que la liberación iba a ser fácil porque, además, implica la apuesta soberana de abandonar el sistema de creencias moderno-capitalistas que, sin darnos cuenta, era lo que nos mataba en vida y, de forma sutil, se metía dentro nuestro como un operador autónomo que decidía hasta nuestro destino. El reto siempre fue del pueblo y es el que definirá esta última ofensiva imperial. La verdadera esperanza nace siempre en las coyunturas más desoladoras, porque es precisamente allí donde se fragua el auténtico espíritu de liberación.